Miércoles 5-9-2018 (Lc 4,38-44)

«Al salir Jesús de la sinagoga, entró en casa de Simón». Todo documental que se precie tiene siempre un capítulo titulado “un día en la vida de…”. Y así también los Evangelios, al comienzo de la aparición pública de Jesús, nos presentan lo que sería un día normal en la ajetreada vida del Señor. Pero nosotros queremos que todos los detalles de la existencia humana del Salvador, verdadero Dios y verdadero hombre, se reflejen en nuestras vidas concretas. Por eso, tenemos que tener los ojos bien abiertos en este Evangelio de hoy para descubrir hasta los más insignificantes gestos y pasos del Señor. Y la escena comienza en una casa, es decir, en familia, en fraternidad, en la Iglesia. La casa es el lugar idóneo para reponer fuerzas después de un día cansado y coger vigor para la jornada siguiente. Así también para Jesús, que se reunía en intimidad con sus discípulos. Allí, en casa, les abría el corazón de par en par y los apóstoles a su vez le manifestaban sus más personales aspiraciones. Allí Él les iba formando poco a poco para ser sus discípulos en medio del mundo. También a nosotros, en casa, en la Iglesia, el Señor nos va formando para ser santos y apóstoles de nuestro tiempo.

«Al hacerse de día, salió a un lugar solitario». ¿Adónde iba Jesús tan temprano por la mañana? Marcos nos lo especifica claramente: «Se levantó de madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, se marchó a un lugar solitario y allí se puso a orar». Cristo necesitaba orar. Antes de realizar sus milagros, de atender a los enfermos, de predicar en las sinagogas… antes de todo eso, se dirige con la mente y el corazón a su Padre. Él está siempre unido al Padre, en permanente y amorosa comunicación. Pero, a pesar de ello, también necesita momentos de soledad y silencio para conversar cara a cara con su Padre Dios. Porque esto es la oración, hablar de corazón a corazón. ¿Y nosotros, tan atareados con tantas cosas que nos olvidamos tantas veces de Dios? ¿No necesitaremos más todavía esos ratos de intimidad y diálogo con Él? El Hijo de Dios nos da ejemplo. También tú debes buscar en tu jornada un momento a solas con tu Padre Dios. No lo improvises. Mira a Cristo, que como sabía que luego no iba a tener tiempo madrugaba para rezar. ¿Por qué no hacer lo mismo?

«Y predicaba en las sinagogas de Judea». Y no sólo predicaba, sino que se acercaba a los enfermos y «poniendo las manos sobre cada uno, los iba curando». Incluso «de muchos de ellos salían también demonios». El día a día de Jesús era de una actividad frenética, rodeado de tanta gente que no le dejaban ni comer… Esta es la vida diaria del Señor: dedicar a cada persona un segundo, una palabra, una sonrisa; enseñar a las multitudes hambrientas de verdad; expulsar el mal del corazón de los hombres. Y así es también nuestra vida: dedicarnos al trabajo, cuidar a la familia, cultivar las amistades, dar ejemplo con nuestra conducta, llevar consuelo y esperanza… Pero, en medio de tanta actividad, no olvides qué hacía Jesús. Lo primero de todo, la oración. En segundo lugar, la formación. Y, en tercer lugar (muy en tercer lugar, podríamos decir) la acción. Sólo así tu acción será tan fecunda como la suya.