Domingo 9-9-2018, XXIII del Tiempo Ordinario (Mc 7,31-37)

«Le presentaron un sordo que, además, apenas podía hablar; y le piden que le imponga las manos». Cuando se nos rompe el coche, vamos al mecánico para que nos lo arregle. Cuando se revienta una tubería en casa, llamamos al fontanero para que lo solucione. Cuando nos duele una muela, nos dirigimos al dentista para que cure el dolor. Y así podríamos seguir casi hasta el infinito. Pero, ¿adónde acudimos cuando estamos necesitados de verdad? ¿A quién nos dirigimos en los momentos especialmente difíciles de nuestra vida? ¿Qué hacemos cuando todas nuestras esperanzas humanas han fallado estrepitosamente? Podemos comprar consuelos del “Todo a un euro”, respuestas fáciles y baratas, pero eso no convence a nadie… Ante un problema sin solución, probablemente en el extremo de la desesperación, el ciego y sus amigos acuden a Jesús. A lo mejor, tú eres como ellos, de los que sólo se acuerdan de Dios en los momentos difíciles. ¡Pero eso es tan normal! Piénsalo, ¿a quién vamos a acudir? Nunca es tarde para acercarse a Jesús. Él ya te estaba esperando.

«Jesús dijo: “Effetá, esto es: ábrete”. Y, al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba sin dificultad». El ciego acudió a Cristo, y Cristo no le defraudó. Los cristianos sabemos por la fe que sólo hay un único Salvador del mundo: Jesucristo. Él quiere salvar a todos los hombres. Fuera de Él, no hay salvación posible. ¿Nunca te has planteado la suerte que tienes por conocer a quién tienes que acudir para salvarte? El Evangelio de hoy es muy claro: a nosotros, como al ciego, no nos salvará ni la ciencia médica, ni la tecnología, ni la política mundial, ni el dinero, ni el afecto de los nuestros, ni la sociedad. A nosotros nos salvará Jesús. Si ponemos en otro lugar nuestra fe y nuestra esperanza, siempre nos veremos defraudados. Sólo hay uno que nunca defrauda. Vamos a pedirle hoy al Espíritu Santo que nos haga descubrir esta preciosa verdad: que sólo Cristo salva. Con Él, todo; sin Él, nada.

«Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos». ¡Todo lo ha hecho bien! Esta es la exclamación admirada de muchos de los contemporáneos de Jesús. ¿Se ha dicho esto alguna vez de otro ser humano? Así resumirá Pedro años más tarde en sus primeras predicaciones la esencia de la vida del Mesías: «pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el mal». ¡Pasó haciendo el bien! ¿Ha habido jamás otro sobre la tierra que todo lo haya hecho bien por nosotros? Entonces, ¿por qué buscamos en tantos otros lados? Sólo Él tiene el poder para abrir nuestros oídos sordos a la voz de la verdad y nuestras lenguas mudas para confesar la fe. Sólo Él puede abrirnos los ojos para descubrir lo auténticamente importante y renovar nuestro corazón para amar de verdad. Sólo Él tiene la capacidad de liberarnos de la esclavitud del pecado y hacernos vivir en la libertad de los hijos de Dios. Sólo Él nos hará inmensamente felices.