Isaías 26, 1-6; Sal 117, 1 y 8-9. 19-21. 25-27a ; Mateo 7, 21. 24-27

Es la frase que me viene a la cabeza esta mañana. A las ocho estaré leyendo el Evangelio a una comunidad de religiosas y algún fiel que se acerque a esa hora a la Eucaristía. Según me acerque creo que se me va a atragantar el desayuno y mi único consuelo serán las palabras que en voz baja diré antes de leer el Evangelio “Purifica mi corazón y mis labios, Dios Todopoderoso, para que anuncie dignamente tu Evangelio”. Y es que me da miedo leer el Evangelio de hoy. Menuda “buena noticia”. ¿No podría haber sido Jesús un poco más impersonal, algo más políticamente correcto?. Podría ponerme en la situación del predicador que está por encima del bien y del mal, dedicar la lectura y la predicación a “los demás”. Pero ¿cómo me pongo por encima si aun resuena la primera lectura: “doblegó a los habitantes de la altura y a la ciudad elevada; la humilló, la humilló hasta el suelo, la arrojó al polvo, y la pisan los pies, los pies de los humildes, las pisadas de los pobres”. Así que lo mejor sería quedarse calladito. ¿Cómo voy a leer -sin sonrojarme- “No todo el que dice “Señor, Señor” entrará en el Reino de los cielos”?. ¡¡¡Ay, Señor, Señor!!!.
Pero en el fondo, no es así como debemos acercarnos siempre a la Palabra de Dios. El “temor y temblor” de San Pablo cada vez que dejamos que la Palabra del Salvador del mundo pase por nosotros sin mancharnos ni afectarnos, cada vez que somos necios-construyendo sí- pero sobre arena?. Como Pedro, cada vez que nos asomamos a la Palabra de Dios- y por ende al Magisterio y la Tradición de la Iglesia- deberíamos decir “aléjate de mi, Señor, que soy un pecador”.
Pero poco después de proclamar la Palabra de Dios tomo en mis manos el Cuerpo de Cristo, lo levanto por encima de mi cabeza y siento que, cuando Él esta en mis manos, soy yo el que está en sus manos. Y le digo: Señor, quiero ser parte de ese “pueblo justo que observa la lealtad; su ánimo está firme y mantiene la paz porque confía en ti”.
Ayúdame, Señor, a confiar en ti y no en mi. A buscarte cada día de la vida que me quieras conceder. A no acercarme con miedo a la Palabra de Dios ni a impedir que entre en mi vida para transformarla pues no es labor mía; sólo quito los obstáculos para que el Espíritu Santo construya sobre la roca que es Cristo.
“Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia”, dad gracias al Señor pues nos ha dejado a Santa María para que cuando tengamos miedo de la Palabra de Dios, nos pongamos como niños pequeños en sus brazos, los brazos que acunaron a Cristo, y nos diga cantando al oído: “No tengas miedo, niño tonto, deja que se haga en ti la Palabra de Dios y serás feliz.”