Números 24,2-7.15-17a; Sal 24, 4-5ab. 6-7bc. 8-9; Mateo 21, 23-27

Hace unos días mi ordenador decidió cambiar las extensiones de mis archivos. Las extensiones, como bien sabéis, son esas pocas letras colocadas tras el nombre del documento precedidas por un punto, del estilo: “.doc; .jpeg; .exe”. Están situadas al final del nombre, pero es lo primero que el procesador lee para utilizar el programa adecuado para abrir el documento. Si la extensión no es la correcta no se abrirá el documento.
Perfecto, pensaréis, este cura ahora, en vez de hablar de las lecturas, nos quiere colocar una clase de informática. No os preocupéis, no pierdo el hilo: contempla a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo del evangelio de hoy cuando se acercan a Jesús. ¡Tienen la extensión cambiada!. Son incapaces de reconocer al Mesías, de reconocer la obra de Dios, de escucharle. Por eso Jesús les da el “mensaje de error”. Podría haber hecho un gran milagro en ese momento para hacerles creer, una manifestación cósmica y que el sol diese vueltas o quitarle veinte años de golpe a Caifás, pero seguramente ni aún así habrían creído. Intentaban abrir un documento de Dios con la extensión de los hombres, así que se quedaron como estaban: ignorantes.
En ocasiones a nosotros con Dios nos puede pasar algo parecido. Muchas veces en la dura experiencia de los funerales o la enfermedad me preguntan: ¿Por qué Dios permite esto?. En el fondo es la misma pregunta del evangelio ¿Quién le ha dado a Dios autoridad sobre la vida y la muerte, sobre mí o sobre mis seres queridos? ¿Quién se cree que es?. Estas preguntas presentadas tan descarnadamente, y que pueden sonar a blasfemas son, en el fondo, las que surgen de nuestra soberbia, de no dejar a Dios ser Dios. Dudamos si realmente “el Señor es bueno y recto” y que, a pesar de nuestras rebeliones, “su ternura y su misericordia son eternas”. Repite despacio: “Sé que Dios me quiere” y acércate a Dios como María, desde la humildad, dejándole hablar pues “enseña su camino a los humildes”.
Cuando te acerques al sagrario, cuando asistas a Misa, asegúrate de ir con la “extensión correcta”. No vayas para reprender a Dios, ni a juzgar al celebrante o a los que te rodean. Simplemente ponte en actitud humilde ante Dios y la Iglesia y dile despacio, con el corazón: “Señor, que no venga a pedirte cuentas, como los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo, sino que esté ya escuchándote como aquellos personajes anónimos que oían atentamente tus enseñanzas”.
Dentro de poco llegaremos a Belén. Ésa es nuestra escuela de oración.