San Juan 2, 3-11; Sal 95, 1-2a. 2b-3. 5b-6; San Lucas 2, 22-35

“Quien dice: «Yo le conozco», y no guarda sus mandamientos, es un mentiroso, y la verdad no está en él”. La palabra “amor” no cabe duda de que es la palabra fuerte durante esta Octava de Navidad. Muchas son las maneras de manifestar ese cariño, y estos días parecen propicios para hacerlo: regalos, felicitaciones, comidas familiares…

El otro lado de la realidad nos muestra, también en estos días, la terrible soledad de muchos que no tienen nada y, lo que es todavía más crudo, no tienen a nadie. Hay como una especie de sensibilidad de fondo que hace que se encienda en nosotros el piloto rojo, y nos sentimos llamados, al menos en este tiempo, a “hacer algo”, un donativo, una suscripción a una “ong”, qué sé yo, algo para tranquilizar un poco nuestra conciencia. Sí, no es que esté mal, pero ¿qué hay detrás de eso? quizá poco, muy poco.

El mismo día de Nochebuena, mi trabajo pastoral me llevó a dos comedores de personas sin techo. Quedé más que conmovido, abrumado. La gente se agolpaba en la calle esperando su turno para poder recibir un plato caliente. Dentro había cerca de cuatrocientas personas ya sentadas… ¡y eran las cinco y media de la tarde!. Los turnos duraron hasta la media noche. Y ¿quién atendía a tantos? Voluntarios (personas de toda condición: mayores, madres de familia, jóvenes…, de todas las edades). Allí estaban, con una sonrisa auténtica, sincera, en los labios, sirviendo y soportando, en ocasiones, las contrariedades que aquello traía consigo (que no son pocas: malos modos por parte de algunos comensales, algún que otro insulto). Y como telón de fondo cantos de Navidad que los chavales, a golpe de guitarra y con alegría entonaban para crear un ambiente verdaderamente festivo. No pude por menos de preguntar a una voluntaria lo que le movía a estar allí. No tuvo que pensarlo mucho: “Jesús hubiera hecho lo mismo”.

Yo, que por carácter soy de natural aprensivo, debí poner una cara inenarrable. Me hizo reaccionar el recuerdo de San Vicente de Paúl, que le decía a una de sus religiosas cuando cuidada a los pobres entre los pobres: “En cada reproche que recibimos por cada uno de estos pobres que damos de comer, hemos de encontrar la verdadera paga que merecemos”.

Vuelve al Evangelio de hoy y escucha de nuevo las palabras de Simeón a María: “Mira, éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma”. ¿No te parece que, sin que medien las justificaciones, la tranquilidad de tu conciencia, ni cosas por el estilo, te las está diciendo también a ti hoy? Habrá que sacar las conclusiones.