San Juan 3, 22-4, 6; Sal 2, 7-8. 10-12a ; San Mateo 4, 12-17. 23-25

“Cuanto pidamos lo recibimos de él, porque guardamos sus mandamientos y hacemos lo que le agrada “. Si hemos estado atentos a las lecturas de estos días de Navidad, no deja de resultar curioso, al hilo de las cartas del apóstol San Juan, cómo se nos insiste, casi machaconamente, en que nos fiemos de Jesús. La existencia del maligno es algo cierto, pero podemos vencerle “fácilmente” si somos fieles. Y lo pongo entre comillas, porque esa facilidad no depende de ninguna varita mágica, sino de nuestra predisposición interior a que el Espíritu Santo, verdaderamente, actúe. Por tanto, esa eficacia tampoco se subordina a nuestro estado de ánimo, ni siquiera a que gocemos de buena salud. En este orden de cosas, un rato de oración, hacer eso que quizá nadie vea con rectitud de intención, o sencillamente una sonrisa a tiempo (situaciones en las que, en muchas ocasiones, actuamos a “contrapelo”, es decir, sin gana ninguna), son un claro síntoma de que hacemos lo que agrada a Dios.

“Queridos: no os fiéis de cualquier espíritu, sino examinad si los espíritus vienen de Dios, pues muchos falsos profetas han salido al mundo”. Mi amigo Juan me comentaba el otro día el singular brindis de Nochevieja. Reunidos en familia (son ocho hermanos con sus respectivas mujeres e hijos), y llegado el momento de levantar las copas por el año nuevo, Juan alzó la suya diciendo: “Quiero que brindemos, no por algo que dejamos en manos de Dios, sino por aquello que espera Él de nosotros: que vivamos en amor”. Comentaba mi amigo que el silencio se apoderó de todos, y no sabían cómo salir de la situación; sobre todo, cuando antes se habían producido otros brindis en un tono muy distinto. La palabra “amor” en ese contexto especial de una reunión familiar adquirió una connotación singular: el que las cosas cambien en el mundo depende, muy en primer lugar, de cuál sea nuestra aptitud personal ante ellas… lo demás ya lo ha hecho Cristo por nosotros.

“Quien conoce a Dios nos escucha, quien no es de Dios no nos escucha. En esto conocemos el espíritu de la verdad y el espíritu del error”. No tengamos, por tanto, miedo a decir las cosas como son. Siempre, por supuesto, contando con la prudencia y el tacto necesario en nuestras relaciones personales; pero lo esencial nunca puede callarse, empezando con nuestro propio ejemplo. A lo mejor no será lo más aplaudido, ni lo que más apetezca oír, pero hemos de tener la absoluta certeza de que, a pesar de lo criticados que seamos por nuestras convicciones, siempre nos tendrán como amigos de la verdad, y que la mentira poco puede hacer en nuestros juicios y valoraciones.

“Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos”. Es un error pensar que ese espíritu de conversión al que nos anima la Iglesia lo releguemos para el Adviento o la Cuaresma. Cada día, que nos trae un nuevo afán, ha de tener también nuestra propia aportación, que ha de empezar con el pequeño propósito de cambiar, y ha de culminar con un verdadero espíritu de agradecimiento a todo lo que Dios nos concede… O, como dice mi amigo Juan, “cada mañana me pregunto seriamente qué puedo hacer hoy para que sea un día grande”. Curiosamente, cuando se trata de pequeños detalles (como el llevar una flor a su mujer, o rezar juntos durante unos minutos, aunque no sea el aniversario de nada), todo resulta agradablemente especial. Y es que Dios trata muy bien a sus amigos.