Samuel 1, 9-20; IS 2, 1. 4-5. 6-7. 8abcd ; san Marcos 1, 21-28

Siempre me ha asombrado la cantidad de productos de belleza, cosméticos, maquillajes, cremas, mascarillas y demás potingues que se venden (y se compran) y ahora tanto para los hombres como para las mujeres. En los cuartos de baño hay verdaderos ejércitos de tarros, botes, envases para una cantidad de usos en los que espero que el Señor me mantenga en la ignorancia. La lucha contra la arruga, la espinilla, la calvicie, las ojeras y los puntos negros es un frente abierto de lucha por la mañana, la tarde y la noche, despiertos o dormidos.
Ana no debía haberse maquillado la mañana que entró en el templo a pedirle un hijo varón al Señor. Elí pensaba que estaba borracha “devuelve el vino que has bebido”, su cara debía ser el reflejo de su “desazón y su pesadumbre”, una cara impresentable para estar en sociedad como la de tantos recién levantados que se preguntan en el baño: ¿Quién es ese que intenta mirarme desde el espejo?.
Sin embargo, Ana no asiste a un centro de embellecimiento, ni corre a comprarse cien mil frasquitos de productos varios para tapar o disimular su pena. Ana simplemente confía, se pone en manos del Señor y Elí pide por ella. Entonces ocurrió el milagro “y se transformó su semblante”, y tanto que se hizo irresistible para su marido Elcaná.
La cara es el espejo del alma, dice la sabiduría popular, y todavía no se ha inventado el maquillaje para la vida interior. Ante los desánimos, las desesperanzas, tristezas y pecados puedes intentar cubrirlos como esas mujeres que se maquillan con brocha y con espátula y que ante el calor de unos focos o un día soleado empiezan a agrietarse peligrosamente, pasando de parecer bellas a parecer leprosas porque pierden trozos de rostro ente cada movimiento facial. Para el alma sólo existe un centro de belleza, Dios, que no tapa bajo montañas de crema nuestros defectos, sino que nos restaura completamente en la confesión, que rejuvenece nuestra piel en la oración, que da elasticidad al cutis con la caridad. “Hasta los espíritus inmundos les manda y le obedecen”, ese pecado, ese defecto que tratas de ocultar y siempre vuelve a aparecer sólo se cura poniéndote en manos de Cristo que te “recrea” y te devuelve la belleza y mirada clara del hijo de Dios. Haz un propósito: no intentaré ocultar mi pecado bajo una capa de excusas, seré sincero y me fiaré del Señor pues sé que podré “gozar con su salvación” y entonces se transformará mi semblante, quien me mire no verá una montaña de cosméticos sino un rostro limpio que es el de Cristo.
María no usa limpiadores faciales, refleja en su bello rostro la belleza de Dios, del corazón enamorado, de la vida entregada, de la confianza absoluta en “Dios, mi salvador”. Acude rápido, hoy mismo, a quien puede limpiarte el alma y fíate de la autoridad de Cristo y verás cómo ya no tiene que maquillar más veces el alma.