Samuel 3, 1-10. 19-20; Sal 39, 2 y 5. 7-8a. 8b-9. 10 ; san Marcos 1, 29-39
“(Jesús) se levantó de madrugada, se marchó al descampado y allí se puso a orar”. ¿No te has preguntado alguna vez cuál era la fuerza que movía a Jesús, que le hacía vivir jornadas intensas (ir a la sinagoga, curar suegras y demás enfermos, expulsar demonios, enseñar, ponerse en camino…) llenas de actividad, volcado en los demás, al servicio de todos y esa fuerza es la oración? Qué iluminadora es la frase del Evangelio.
La oración nos cuesta casi siempre, Santa Teresa nos lo dice repetidamente en sus obras: “En la oración pasaba gran trabajo”, pero sin oración sí que nos costará trabajo hacer lo que hay que hacer en cada momento.
Cuando hacemos un rato de oración hay que intentar poner toda nuestra vida en juego delante de Dios. Que no te ocurra como aquellos dos jóvenes seminaristas que tenían que estudiar en verano. Procurando sacar más horas de estudio (y con tiempo para ver la vuelta ciclista en aquellos tiempos de Induraín) decidieron poner un rato de oración justo después de comer. Dicho y hecho, después de una buena comida, un corto paseo hasta la parroquia y media hora sentados delante del sagrario, bajo los efectos de ese sopor que provoca el demonio meridiano, acariciados por los treinta y tantos grados de temperatura exterior, no tardaron en oírse leves y acompasados ronquidos. Al acabar el tiempo previsto de oración uno le preguntó al otro: “¿Qué tal la oración?, a lo que le respondió: “Estupendamente, yo a lo mío y Dios a lo suyo”.
Ciertamente todos tenemos muchas cosas que hacer, no es fácil madrugar día tras día y peor se le pone a uno la cosa si, como Samuel, te despiertas varias veces en la noche, pero no podemos dejar para el Señor el peor tiempo del día. Seguramente tampoco el mejor pues tendremos que trabajar, pero no lo dejes para “mas tarde”, porque el “después” podría convertirse en “mañana” o “nunca”. Muchos me dicen “yo rezo en la cama”. Seguramente el inventor de la cama esté en el cielo pero no por su gran devoción sino por un invento tan útil para la humanidad. La cama es para dormir y aunque es muy bueno acostarse rezando no es bueno que sea tu reclinatorio, tu capilla y tu lugar predilecto de encuentro con Dios.
Levántate, ofrece el día al Señor y después de una buena ducha o un buen desayuno busca un sitio tranquilo – mejor una iglesia- para hablar con tu padre Dios. Ya vendrán a molestarte más tarde, como al Señor los apóstoles, y tendrás que ponerte a trabajar pero con las pilas bien cargadas del amor de Dios. Luego a lo largo del día busca momentos – aunque sean breves-, para dirigirte al Señor y a tu madre la Virgen, búscale en la Eucaristía, llena tu día de Dios. Cómo me conmueven los relatos de personas en países de misión que cuentan las caminatas que se dan para asistir a la Santa Misa, o de aquellos otros con una gran responsabilidad en su trabajo que siempre sacan un hueco para asistir al Santo Sacrificio. “Habla, Señor, que tu siervo escucha” y quiere escucharte, ponte en caminos de oración y para terminar también con Santa Teresa: “No es menester fuerzas corporales para ella, sino sólo amar y costumbre; que el Señor da siempre oportunidad si queremos”. Con María a orar y trabajar.