Samuel 8, 4-7. 10-22a; Sal 88, 16-17. 18-19 ; San Marcos 2, 1-12

De ese gran personaje de nuestra historia que fue Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid (del que últimamente se hacen hasta películas de dibujos animados) ha quedado en nuestra memoria una frase de estas “antológicas”:, ¡Oh Dios, qué buen vasallo si tuviese buen Señor! Las tramas y las traiciones de la Corte consiguieron poner en su contra al rey Alfonso VI por el que había dado su vida. Había mostrado todas sus habilidades y puesto en riesgo su vida para defenderlo a él y a su reino, pero fue desterrado injustamente.
El Cid no pudo elegir señor, su fidelidad mandaba, era un caballero no un mercenario o soldado de fortuna. En la lectura de hoy el pueblo de Israel pide un rey a Samuel rechazando al Señor, su Dios. Samuel no les pinta nada bien el panorama, les intenta explicar que los deseos de un rey humano serán caprichosos, que se moverá muchas veces por la codicia o el afán de poder, que abusará de ellos y sus posesiones e incluso les dice: “vosotros mismos seréis sus esclavos”. Ante un futuro así cualquiera pensaría aquello de “Virgencita, Virgencita, que me quede como estoy” pero no, la motivación del pueblo es poderosísima “Así seremos nosotros como los demás pueblos” y hacen oídos sordos a los avisos de Samuel. Por lo tanto, el Señor les concede lo que piden: “Hazles caso y nómbrales un rey”. Parafraseando a los burgaleses del Cantar del Mío Cid podríamos decir ¡Oh Dios, que buen Señor eres si tuvieses buen vasallo!.
Leyendo hoy la lectura podríamos pensar: ¡Qué torpes y necios los israelitas, qué mal eligieron, cómo se equivocan…!. Pero mira tu vida sinceramente, ¿cuántas veces actuamos para ser igual a los demás aunque sea rechazando a Dios?, ¿Cuántas veces nos dejamos llevar por el qué dirán sin acogernos a Dios?, ¿cuántas veces podemos pensar a posteriori: “¡qué torpe y necio fui, que mal elegí, cómo me equivoqué…!. Es la historia del pueblo de Israel y cada una de nuestras historias, nuestra infidelidad y falta de gratitud frente a la cercanía compasiva de Dios que nos quiere.
Lo peor de equivocarse no es creérnoslo (habitualmente todos nos damos cuando nos hemos equivocado) sino reconocerlo ante los demás y ante Dios. Muchas veces necesitamos ayuda como el paralítico del evangelio de hoy. Para el paralítico hubiera sido muy difícil llegar hasta Jesús y mucho más ante un gentío que se agolpaba a la puerta de la casa, a él sólo le parecería imposible arrastrase a través de tantas piernas y la multitud le aplastaría aun sin quererlo. Era una verdadera “misión imposible” que ni Tom Cruise podría superar. Pero allí estaban esos cuatro amigos, las dificultades se allanan, lo que parecía un muro infranqueable se convierte en trampolín que le acerca a la salvación, la altura que nunca alcanzaría arrastrándose con sus manos le desliza ahora frente a frente al Maestro.
Claro que allí también se encuentran los “torpes y necios” que no saben elegir a su Señor, escucharían a Jesús por curiosidad o para ponerle alguna trampa pero sin prestarle atención, preferían seguir esclavos de sus tradiciones que escuchar al que es la Palabra de Dios. Pero Dios, compasivo y misericordioso no les niega el presenciar el milagro de la curación del alma y del cuerpo. Una oportunidad más para reconocerle como Dios y Señor. Tú y yo somos muchas veces paralíticos y necesitamos la ayuda de un director espiritual, de un buen amigo para no elegir a otro rey que no sea Dios. Tú y yo somos amigos de muchos paralíticos, con María y con cariño les ayudaremos a llegar hasta Cristo, hasta su salvación. ¡Oh Dios que buen Señor, yo quiero ser fiel vasallo!.