Timoteo 1,1-8; Sal 95, 1-2a. 2b-3. 7-8a. 10 ; San Marcos 3, 22-30

Tres horas, tres, de una a cuatro de la madrugada, tardé en conseguir abrir una cerradura. El otro día llamaron al portero automático de la parroquia a la una de la madrugada. Cuando bajé y atendí a quien llamaba y subía por la escalera interior hacia mi casa me fui dando cuenta de que había cerrado la puerta mecánicamente y las llaves las había dejado dentro. De mi parroquia es fácil salir, las puertas se abren desde el interior sin llaves, no siendo la del templo, pero no es tan sencillo entrar. Una de la mañana, en pijama, sin llaves, sin teléfono, sin calefacción, con la única ayuda del Sagrario en el que dejé el cabreo consiguiente por la situación y manos a la obra a intentar abrir la puerta. En las películas parece fácil y he visto personas que con cualquier cosita te abren una puerta en un santiamén. He descubierto que Dios no me llama por el camino de faltar al séptimo mandamiento: ni con un plástico o un pequeño hierro, ni con un cuchillo que encontré en el cuarto de la limpieza fue posible doblegar la cerradura de la puerta (y no es de seguridad ni blindada ni cosas de esas, es de lo más normalito del mercado). Después de tres horas, cargarme el pomo de la puerta, forzar la madera de alrededor, conseguí abrirla y llegar hasta la cama (y hasta el paquete de tabaco, que también se había quedado dentro) para dormir un poco hasta el día siguiente. ¡Qué impotencia se siente!, si hubiera alguien al otro lado con simplemente llamar al timbre con un pequeño giro de muñeca se habría abierto la puerta y todos tan contentos.
Los escribas del Evangelio parecen dispuestos a no tocar el timbre de ninguna manera. Parece que creen que dentro encontrarán al enemigo o deciden que son mucho más felices en la escalera, pasando frío, que en casa. Jesús les enseña el reino de Dios, les muestra las muchas y fabulosas habitaciones que Dios había prometido a quienes ama, pero no quieren entrar, se sienten en casa ajena y en vez de llamar para que les abran prefieren mudarse a una chabola inmunda o quedarse en la escalera.
La blasfemia contra el Espíritu Santo es no querer llamar al timbre, pensar que Cristo no está dentro y te espera a cualquier hora, creer que no eres lo “suficientemente bueno” para Dios y por lo tanto mudarte de casa, huir del amor de Dios para hacerte tu “rinconcito” y justificarte en lo “exigente y duro” que es Dios sin querer ni tan siquiera acercarte a su puerta pues ya le has prejuzgado: “Tiene dentro a Belcebú y expulsa a los demonios con el poder del jefe de los demonios.” Hoy muchos tienen miedo a acercarse a Dios, se justificarán de cualquier manera y defenderán a capa y espada que el mejor sitio del mundo es la escalera y se preguntarán cómo es que no se les había ocurrido antes irse a vivir entre el primer y segundo piso con lo sanísimo que es el frío. Tú y yo tenemos que animarles a “llamar al timbre”, a descubrir que Cristo los está esperando y que les ayudará a cruzar el umbral de la puerta para vivir como hijos en la casa que “nos tiene reservada su Padre.” María, madre buena, ayúdame a que por mi medio nadie se quede fuera, no intente estar tres horas, ni toda la vida, intentando forzar la puerta sino que llamemos al timbre y dejemos que sea Jesús quien nos abra.