Jeremías 1, 4-5. 17-19; Sal 70, 1-2. 3-4a. 5-6ab. l5ab y 17 ; Corintios 12, 31-13, 13; San Lucas 4, 21-30

Mientras escribo este comentario una pareja está contrayendo matrimonio en la parroquia. No se si leerán la segunda lectura de este domingo pues la ceremonia es en polaco y, aunque sea sacerdote, no me entero “de la Misa la mitad”. Sea en polaco, en perfecto castellano o en latín clásico, no es sencillo comprender la profundidad de la carta de San Pablo a los Corintios; la palabra amor se usa tanto y tan mal que parece que pierde su sentido, su profundidad, su hondura, es como si por tan repetida se gastase. El amor del que habla el apóstol es el Amor (con mayúsculas) que tiene su medida en el Amor de Cristo que es el amor sin medida.
Las palabras se gastan de usarlas demasiado, el usar palabras con demasiada frecuencia y para excesivas cosas, hace que las perdamos el respeto, el cariño y al final pierdan el sentido, es como el chaval de mi parroquia que para casi todo dice “guay” (que ya lo admite el diccionario) y al final no sabes si cuando te dice “guay” está diciendo estupendo, de cuerdo, fenomenal o simplemente paso. Los habitantes de Cafarnaún también gastaron el nombre de Jesús, le conocían demasiado, le habían visto crecer, habrían jugado con él, le encargarían cosas para el taller de José y, por eso mismo, querían algo espectacular, algo que se saliese de lo normal, le escuchaban atentamente pero esperando que les diese la razón, que se “luciese” especialmente en su pueblo y cuando les niega el espectáculo se sienten defraudados, enfadados y querían despeñarlo por un barranco (en aquél entonces no se andaban con remilgos).
A veces nos puede pasar algo parecido, tenemos el nombre de Jesús muchísimas veces en los labios, usamos el nombre de Dios continuamente y se nos hace tan familiar que, al final, esperamos algo espectacular de él y pasamos por alto el amor continuo de Dios por nosotros. “Antes de formarte en el vientre te escogí, antes de que salieras del seno materno te consagré”, ¡que amor tan grande el de Dios!, desde siempre te ha escogido como hijo, cada día puedes hablar con Él en tu oración personal, puedes recibirlo en la Eucaristía, leer su palabra que se dirige a ti especialmente y sentir la ternura de su perdón en el sacramento de la reconciliación. ¿Qué mas espectacular que ese amor diario de Dios?, si esperas “otras cosas” de Dios te sentirás decepcionado o lo relegarás a un puesto muy secundario en tu vida.
Hoy, domingo, dedícale el tiempo que Él se merece. Trátale como le trataría su madre, nuestra madre, María, con ese amor agradecido que jamás pasa, que disfruta de estar junto al amado, con el que no hay tiempo, ni prisas, ni se espera que haga nada más especial que quererte. Repítetelo hoy y siempre; Sé que Dios me quiere, sé que él es el Amor y que me llama a amar, y entonces descubrirás lo espectacular que Dios hace en cada instante en tu vida.