Samuel 24, 2. 9-17; Sal 31, 1-2. 5. 6. 7 ; San Marcos 6, 1-6

Hoy en día estamos tan acostumbrados a las estadísticas y a los sondeos de opinión que todo lo que sean números suele ser un referente importante para tomar decisiones. Así, por ejemplo, son esenciales los estudios de audiencia, tanto en la televisión como en otros medios de comunicación, para garantizar que los ingresos publicitarios hagan rentable la empresa mediática. Otro ejemplo es el estudio (sea oficial u “oficioso”) que los partidos políticos piden para valorar sus índices de voto; aunque, curiosamente, todos salen beneficiados de sus resultados.

Parece ser, sin embargo, que en el Antiguo Testamento eran de otra opinión. Tal y como nos relata hoy el segundo libro de Samuel estaba muy “mal visto” a los ojos de Dios eso de hacer números y censos poblacionales. Era una muestra de soberbia y orgullo el presumir ante todos de la cantidad de gente que uno tenía, y que consideraba como suya, cuando en realidad el único poseedor del orden creado era Dios… Esa fue la tentación que le llegó a David. ¡Y vaya la que le cayó al pobre rey de Israel! A pesar de todo, nos admira su espíritu de compunción y arrepentimiento, pues fue capaz de acusarse como único responsable de lo ocurrido, y reconoció que el castigo no lo debían sufrir otros, sino él mismo.

¿Seremos capaces de encontrar semejante rectitud de intención entre nuestros contemporáneos? Pero, ¡ojo!, no se trata de echar las culpas al político de turno o al comentarista del telediario de la noche. Más bien, hemos de empezar hacer nuestro propio examen personal, y cara a Dios decir a una sola voz con David: “Soy yo el que ha pecado! ¡Soy yo el culpable!”. Y más allá de cualquier sentimiento falso de culpabilidad se trata de asumir nuestra verdadera condición: hijos de Dios, pero hijos que necesitan del cuidado paternal de Dios. Así, de la misma manera que un padre, amorosamente pero con diligencia, impide que el “mocoso” de cuatro años meta los dedos en el enchufe de la corriente eléctrica, la providencia divina actúa en nuestra vida mucho más de lo que podemos imaginar (ese disgusto nada más levantarte porque no ha sonado el despertador -o eso has pensado-; el coche puesto en doble fila y que no te deja salir a ti; el vecino al que has saludado por tercera vez y ni siquiera te ha dirigido la mirada…). ¡Sí!, Dios nos habla mucho más de lo que sospechamos.

Ayer mi amigo Miguel me ha dicho que está “cabreado” con Dios. Y se ha puesto a “hacer números”. Ha empezado a relatarme todo lo que ha hecho por Dios y por los demás, y lo poco que ha recibido a cambio. Intenté razonarle con sus mismos argumentos; pero todo resultaba inútil. Incluso llegué a decirle que Dios no espera nada de nosotros, que todo lo que tenemos lo hemos recibido gratis de Él. Pero Miguel seguía hablando con números y cantidades. Ése es el problema; pero no sólo de mi amigo, sino de cada uno de nosotros. De alguna manera seguimos razonando a lo “pitagórico”, como nuestro buen rey David (aunque aún no hubiera nacido el célebre pensador griego). Lo nuestro parece que son los resultados. Sin embargo, los esquemas de Dios son otros muy distintos.

¿Por qué no ves que Dios haga algún milagro en tu vida?… Recuerda el Evangelio de hoy: “No pudo hacer allí ningún milagro, sólo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y se extrañó de su falta de fe”. Así pues, los números en Dios no se encierran en teoremas, sino que se incrementan por la confianza puesta en Él, y la carga de amor que pongamos en cada una de nuestras acciones.