Santiago 1, 1-11; Sal 118, 67. 68, 7l. 72. 75. 76 ; San Marcos 8, 11-13

Ha sido un fin de semana movidito, los sacerdotes –al contrario que la mayoría de los mortales- temblamos ante los fines de semana y éste venía cargadito: nueve bautizos de niños de nueve años, seis bautizos más en otras dos tandas, predicar un retiro a unas religiosas, cuatro Misas, confeccionar la hoja parroquial, los asuntos normales del día a día y sacar un hueco para escribir el comentario. Normalmente escribir estos comentarios me relaja, me leo las lecturas de la semana, rezo con ellas y se me van ocurriendo ideas para expresar en este folio, pero esta vez empezamos la carta de Santiago que con un lenguaje claro y sencillo, como quien escribe a un amigo, nos da varapalos hasta en el paladar. Comencemos.
“Que el colmo de vuestra dicha sea pasar por toda clase de pruebas”. ¡Ya estamos!, ¿es qué no nos van a dar un respiro?, la gente “normal” (aquí las comillas son importantes), busca la paz, la tranquilidad, el relax. De vez en cuando nos viene bien una emoción, algún “extra” pero en el fondo de nuestro corazón anhelamos la bendita rutina, controlar nuestra vida, no sufrir más imprevistos y sobresaltos que los estrictamente necesarios… ¿qué es eso de pasar por todo tipo de pruebas? Ni que la vida cristiana fuese como el “Gran Prix” y nuestro Señor como Ramón García soltándonos la vaquilla y haciéndonos andar por gigantescos rodillos imposibles de superar, pero Santiago insiste “Sabed que al ponerse a prueba vuestra fe, os dará aguante”.
En el Evangelio los que ponen las pruebas son los fariseos y el Señor, dando un profundo suspiro (ya comentamos los suspiros de Jesús), “los dejó, se embarcó de nuevo y se fue a la otra orilla”. Entonces en qué quedamos, las pruebas ¿son malas o buenas?, pues responderemos a la gallega: Depende.
Los fariseos quieren una prueba no para afianzar su fe sino para probar a Dios. Podría haber hecho el Señor que el sol y la luna bailasen “la conga” y hubieran seguido sin creer en Él. Ésas son las pruebas que a veces ponemos a Dios: “Si Dios me escuchase haría lo que yo quiero” y como no lo hace seguimos viviendo como si Dios no existiese y seguramente si nos lo concediese no nos llevaría a la conversión, a cambiar de vida, incluso nos pavonearíamos de lo bien que exigimos a Dios. Poner esas pruebas a Dios es malo, es pensar que si Dios quiere que seamos castos nos tiene que anular la pasión de la carne, creer que si Dios quiere que seamos honrados nos tiene que tocar la bono-loto, suponer que si queremos servir efectivamente a Dios nos tendrá que dar una salud de hierro y no tener ni una mala gripe y, como no nos lo concede ya suponemos que no tenemos que ser castos, ni honrados ni servirle con toda nuestra vida.
Las pruebas de las que habla Santiago son reconocer realmente el pecado que hay en nuestro interior, el “hombre viejo” que regresa por sus fueros y, sin asustarnos de nuestra flaqueza, pedir “con fe, sin titubear lo más mínimo” a Dios que “da generosamente y sin echar en cara” la gracia para vivir como lo que somos, pecadores redimidos por la muerte de Cristo en la cruz y su gloriosa resurrección, pobres pero “orgullosos de nuestra alta condición”; entonces, por la gracia de Dios, tendrás el aguante que nace de la confianza.
Pídele a la Virgen que vivamos como ella, conscientes del don de Dios y que cuando vengan las pruebas (que vendrán) las superemos con la gallardía del corazón enamorado.