Isaías 58, 9b-14; Sal 85, 1-2. 3-4. 5-6; san Lucas 5, 27-32

Hace tres días que murió un obispo muy querido en Madrid, Mons. Francisco Pérez Fernández-Golfín, obispo de Getafe. Ha sido una muerte inesperada, y ha causado un profundo dolor, tanto entre el clero como en los fieles de su diócesis (y naturalmente, fuera de ella). Ayer algún periódico madrileño relataba una anécdota, acerca de un busto suyo que hizo colocar el alcalde de Getafe, en su honor, cuando aún vivía el prelado. Por lo visto, comentaba el obispo entre los más cercanos que, este tipo de homenajes se realizan en honor de gente que ya ha muerto; y lo decía en tono humorístico, tal y como era él. Sin embargo, Mons. Golfín (que así era como normalmente se le llamaba), será recordado por su entrega generosa a la diócesis, por su amor al sacerdocio y, concretamente, por el número de vocaciones que promocionó en el seminario que levantó en el Cerro de los Ángeles. De hecho, su apartamento se encontraba junto al seminario, al que visitaba habitualmente para animar con su buen humor y talante pastoral a los que iban a ser ordenados sacerdotes.

“Enséñame, Señor, tu camino, para que siga tu verdad”. Se dice que aquellos que han tenido una vida larga de entrega a Dios, conforme van pasando los años, alcanzan una perspectiva de las cosas y los acontecimientos, donde lo urgente y necesario que el mundo reclama va quedando en un segundo lugar, para pasar a un primer plano todo aquello que tiene que ver con buscar la voluntad de Dios en los detalles más insignificantes. En definitiva, se trata de encontrar la verdad. Es el camino de aquéllos que han logrado deshacerse de lo superfluo, para quedarse con lo esencial. Y lo curioso es que este tipo de gente no se “escabulle” de la realidad cotidiana, sino todo lo contrario: animan a los demás a enfrentarse con sus propios problemas, pero con una perspectiva divina. Se trata de ese horizonte en donde el cielo se une con la tierra, y donde Dios abraza la humildad de lo humano para hacerlo suyo… sagradamente eterno.

“Sígueme”. Esta llamada la sigue haciendo hoy día Jesús a millones de hombres y mujeres en todo el mundo. Se trata de un encuentro personal con Dios, cara a cara, pues necesita de fieles colaboradores que, siguiéndole a Él, continúen la obra que dejó aquí en la tierra. Espíritus generosos para atender, fundamentalmente, a los enfermos del alma y a los tristes de corazón, y que necesitan volver su rostro a la misericordia de Dios… porque todos necesitamos de esa verdadera conversión al Amor.

No nos importe reconocer nuestros pecados ni nuestras faltas. Hay un sacramento precioso, hermosamente instituido por el Hijo de Dios, y que nos hará admirarnos, una vez más, de su bondad. Se trata del sacramento de la reconciliación. Acudir a él es signo de consuelo y victoria. No hay nada más grande en este mundo que saber que alguien me ama y, a pesar de mis tantas infidelidades, me perdona, no una vez, sino siempre que acudo humildemente a su presencia. ¡Qué alegría no tener que esconder nada que me agobie o me ate a la muerte!… Dios me ofrece la vida para siempre, y yo sólo tengo que corresponderle con un “¡sí!”.

“Señor, escucha mi oración, atiende a la voz de mi súplica”. Y pedimos a Dios por el eterno descanso de Mons. Golfín, “siervo, bueno y fiel”, que gastó su vida por amor a tantas almas.