Deuteronomio 26, 16-19; Sal 118, 1-2. 4-5. 7-8 ; san Mateo 5, 43-48

“Hoy te manda el Señor, tu Dios, que cumplas estos mandatos y decretos. Guárdalos y cúmplelos con todo el corazón v con toda el alma.” Parece que uno de los signos más relevantes de la libertad, en nuestros días, es el desacato ante cualquier viso de autoridad. Lo que ocurre es que hemos confundido la antigua distinción entre “potestas” y “autoritas”. Mientras que la primera hace referencia al “ordeno y mando, porque lo digo yo”; la segunda alude a la confianza y respeto que emanaba del maestro, y que los educandos depositaban sin más en su preceptor por la fuerza y seguridad que salían de sus palabras. Da la impresión, por tanto, de que son pocos los que hoy día pueden enseñar con semejantes requisitos, ya que parece imperar con más facilidad el hacer “razonar” con la fuerza, que no con el magisterio del legislador.

También recordamos algunos pasajes del Evangelio, en los que se nos dice que se reconocía en Jesús la autoridad que procedía de sus palabras. La gente se admiraba de su enseñanza porque: “nadie antes había hablado como Él”. Quizás, tendríamos que retrotraernos hasta el mismo Deuteronomio, que nos presenta la primera lectura de hoy, para descubrir tal semejanza. En Cristo se revela el misterio de Dios para que, tú y yo, sepamos, con verdadera certeza, a quién hay que hacer caso. Por eso, la obediencia a Jesús no es un mero sometimiento servil, sino que significa participar del mismo querer divino. Si Dios nos ha dado la existencia, la esclavitud aparece cuando rompemos nuestra alianza y compromiso con Él.

En el orden político y social observamos, en muchas ocasiones, esas actitudes de opresión, manipulación y tiranía que se ejerce sobre las personas. ¡Qué difícil resulta mostrar los acontecimientos, promesas y ofrecimientos desde la verdad!… Es más, parece que la mentira se convierte en aliada de esos mecanismos de conducta que pretenden dirigirlo todo. Se miente a conciencia para obtener resultados, independientemente de las consecuencias. Además, resulta, no sólo tentador, sino eficaz, hacerlo de esta manera. ¿Por qué, entonces, hay tantos que “comulgan” con semejantes “ruedas de molino”?

“Dichoso el que, con vida intachable, camina en la voluntad del Señor; dichoso el que, guardando sus preceptos, lo busca de todo corazón”. El Salmo vuelve a repetirnos lo mismo. Por tanto, ya se ve que no se trata de un mero capricho, sino que ponemos en juego nuestra propia vida y el sentido de nuestra existencia. ¡No tengamos vergüenza de abandonarnos en manos Dios, y que otros lo vean!… sólo de esta manera estaremos dando un verdadero testimonio de que Cristo es el camino, la verdad y la vida.

“Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto”. La perfección de la que nos habla Jesús en el Evangelio de hoy, no tiene nada que ver con el “perfeccionismo” que a veces observamos en algunos y, más que ser una virtud, llega a convertirse en una cierta obsesión enfermiza. A lo que nos invita el Señor es a la perfección en el Amor; y de esto, estate seguro, Dios entiende mucho. Si no, ¿quién es capaz de decirnos que amemos a nuestros enemigos y, más tarde, pedir a su Padre, desde la Cruz, que perdone a aquellos que lo han crucificado?… De esta manera obedeció Cristo a su Padre (muriendo por amor); y, de esta forma, hemos de obedecer tú y yo (haciendo morir a nuestra soberbia, para que sólo Cristo viva).