Jeremías 17,5-10; Sal 1, 1-2. 3. 4 y 6; san Lucas 16,19-31

“Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico, pero nadie se lo daba. Y hasta los perros se le acercaban a lamerle las llagas.” Esta situación sí que es humillante. Hoy nos vamos a poner en el lugar de Lázaro, a ver si concluimos algo positivo.
A lo mejor alguna vez has tenido que limpiar las llagas y las pústulas de un enfermo. Esas heridas que explotan y sueltan un pegajoso pus “amarillento-verdoso”, que hiere al olfato con el olor de la muerte y rodeado de necrosis, carne putrefacta adelanto de lo que nuestro cuerpo será dentro de unos años. No es nada agradable, pero hay que curarlo, limpiarlo, vendarlo o, en algunos casos, exponerlo al aire para que cure antes, si no se hace así la infección se puede propagar a todo el cuerpo y ser mortal.
A veces se nos puede contagiar del ambiente el ver la Iglesia como una institución poderosa, llena de intrigas palaciegas, de maquiavélicos planes y como una fuerza social de presión, que, mediante oscuros recursos, maneja las conciencias y las situaciones mundanas para obtener un beneficio de poder económico o prestigio social. No nos llamemos a engaño, la Iglesia triunfante está en el cielo, aquí somos mucho más parecidos a Lázaro que al rico de la parábola. La Iglesia nació en la cruz donde pendía un hombre desnudo, golpeado, desfigurado, “gusano, que no hombre… ante quien se vuelve rostro”. Si la Iglesia entiende de algo es del pecado, de la debilidad de sus miembros, y nuestros pecados – los tuyos y los míos- ocultos o públicos, son llagas que supuran el pus maloliente que rodea a la Iglesia en la tierra. Esto no nos tiene que asustar: “Maldito quien confía en el hombre, y en la carne busca su fuerza”, pero “dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor”, es Él quien cura y venda la herida. Los cristianos ante el pecado no nos asustamos, ni nos escandalizamos como si la Redención no hubiera sido necesaria, sino que acogemos, curamos, perdonamos y buscamos justicia con la misma delicadeza con que curamos las heridas del leproso.
Ciertamente encontraremos “ricos” de este mundo que nos negarán “el pan y la sal”, que serán jueces implacables pues no conocen la misericordia de Dios, y también encontraremos perros que vengan a alimentarse del pus de las heridas de los pecados de los hombres con sucios lametones. En estos tiempos en que estos “ricos” se regodean en hincharse sus ya generosas panzas riéndose de las heridas de la Iglesia, haciendo películas en que se presenta a los sacerdotes como pederastas habituales o reprimidos sexuales, cuando se ventila el nombre de los sacerdotes “presuntamente” culpables de pecados metiendo el dedo en sus llagas no para creer, sino para fastidiar (por no buscar la rima), la Iglesia ha de sentirse más Lázaro que nunca: pobre, herida, con heridas que hacen daño a la vista, pero confiando siempre en la Gracia de Dios que actúa, que siempre da una oportunidad más, que todo lo perdona al que es humilde y quiere cambiar de vida. Será el Señor el que haga la verdadera justicia, por ello que tu corazón no tiemble y pídele a María que te enseñe la delicadeza para curar las heridas del pecado con el mismo cariño que limpiaría el cuerpo de Cristo al descenderlo de la cruz y estrecharlo entre sus brazos. Nuestra humillación: la de Cristo pues es por nuestros pecados. Nuestra respuesta: la de Cristo, amar hasta dar la vida, aun a los que nos hacen mal.