Isaías 50, 4-7; Sal 21, 8-9. 17-18a. 19-20. 23-24 ; Filipenses 2, 6-11; san Lucas 23, 1-49

Con palmas y ramos en las manos, en muchos lugares del mundo hoy tendrán lugar procesiones que, con cantos de “¡Hosanna, Hosanna, Hosanna!”, nos harán llenarnos de alegría y entusiasmo al entrar en los templos. La bendición de los olivos y el recorrido por las calles, nos hará recordar, un año más, que Nuestro Señor, a lomos de un pollino, entró triunfante en Jerusalén bajo la aclamación de sus habitantes.

Pero no se trata de vana una gloria humana: es el reconocimiento de toda la Creación que se rinde inexorable ante el paso humilde del Verbo de Dios. ¡Sí!, humildad, porque Cristo que conoce esos corazones que ahora le adulan, lee en ellos lo que unos días después le echarán en cara: “El Señor me ayuda, por eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado”. Humildad, que es saberse quién es, Hijo del Padre, pues para Él es toda la gloria, y por Él se realiza su voluntad. Humildad, por tener a un pollino por trono, que es también símbolo de docilidad y sumisión. Humildad en el anonadamiento de Dios, que es capaz de someterse a los condicionamientos de lo humano, para así elevarlos al orden sobrenatural. Humildad, que sólo San Pablo es capaz de definir de una forma tan sublime: “Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos”.

“Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz”. Éste será el precio de la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén… ¿Qué hacemos nosotros al contemplar a Nuestro Dios, cuando tantos quieren hacerle rey, proclamándolo como verdadero Mesías?; ¿Somos uno más de esos, que esperan que cambien las cosas en el mundo: que se acaben las guerras, el hambre, las penalidades y las injusticias?; o, quizás, ¿no ha de empezar ese cambio, silenciosamente, en el interior de nuestro corazón? Decía San Agustín: “¡Cambiad vosotros, y cambiará el mundo!”.

Hoy se nos relata la Pasión de nuestro Señor según San Lucas. Pocas palabras más se pueden añadir. Vale la pena, escuchar en silencio, con espíritu contemplativo, los hechos que en aquel tiempo acompañaron esas horas intensas de Cristo. Quizás, las mismas horas y minutos que se suceden en muchos rincones de la tierra, e incluso en tu propia vida.

Como cualquier reclamo publicitario, podríamos colocar el siguiente mensaje en el “tablón” de nuestro corazón: “Ponga un pollino en su vida”. Esto, que puede hacer sonreír a más de uno, no es otra cosa, sino participar enteramente de la humildad a la que nos invita Jesús: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”. Porque, en las cosas sencillas, se revelan las “verdades como puños”. Hay realezas que se conducen en carruajes magníficos, envueltos de adornos y “bisutería”, al fin y al cabo… hay otro tipo de majestad que, a lomos de un pollino, nos revela la infinita misericordia de Dios, que quiere alcanzar hasta el más pequeño de los hombres.

Yo, por mi parte, con mi pequeño ramo de olivo, y en medio de tanta algarabía, me pongo junto a María, la madre de Jesús, y cuando nadie nos oiga, le susurraré al oído: “Mamá, ¿me dejará tu Hijo subirme con él a lomos del pollino?