Isaías 61, 1-3a. 6a. 8b-9; Sal 88, 21-22. 25 y 27; Apocalipsis 1,5-8; san Lucas 4,16-21

“Sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo.” ¿Qué es eso de amar hasta el extremo? ¿Existe algún limite para el amor? ¿Qué queremos decir con: “te amaré hasta la eternidad?…

Si hay alguna palabra con la que jugamos, y que manoseamos a nuestro antojo ésa es, precisamente, la palabra “amor”. Nadie en este mundo es capaz de alcanzar a entender la esencia de Dios y, sin embargo, lo más íntimo de la divinidad se nos ha dado, hasta el “extremo” de aceptarlo o rechazarlo: su Amor. Pero, a pesar de esto, seguimos empeñados en saber mucho acerca de amar y ser amados… ¿Será que, aunque exista tanta miseria en el corazón humano, éste atisba un resplandor de su Creador cuando, incluso en la lujuria, la vanagloria o la codicia, ansía “poseer”…?

Creo que, una de las claves, la encontramos en ese: “había llegado la hora…”. Sólo en Dios “ser poseído” y “poseer” se identifican hasta llegar a ser lo mismo: su única y verdadera esencia. Sólo la vida y muerte de Jesús se entienden desde la voluntad del Padre; y sólo la Creación del Todopoderoso se concibe desde el Verbo. Este misterio, incomprensible para el hombre, se va a realizar, “aquí” y “ahora”, en una manifestación extraordinaria de amor: que cualquier ser humano, comiendo el Cuerpo de Cristo, y bebiendo su Sangre, pueda asemejarse a esa plena comunión que se da en el Padre y el Hijo. Y sólo el Amor (el Espíritu Santo), es capaz de llevarnos a tal atrevimiento, ya que (¡pobres de nosotros!), con nuestras pocas entendederas, y nuestras largas torpezas, llegaríamos tan sólo a destrozar semejante tesoro. Pero, a pesar de todo, Dios lo sigue depositando en las pobres manos del sacerdote. Pobres… pero, consagradas (y aquí, de nuevo, interviene el Amor de Dios).

¡Sí!, el Amor (éste que se escribe con mayúsculas), es un misterio insondable para cualquiera de nosotros. Lo que tú yo llamamos amor, no es otra cosa, sino una mera caricatura de lo que significa en Dios. Por eso, ¿por qué no obedecer a Jesús, dejándonos que Él “haga” en nosotros lo que le plazca (“lavándonos”, por ejemplo, mediante el sacramento de la Reconciliación, esta alma nuestra que le pertenece): “Lo que yo hago tú no lo entiendes ahora, pero lo comprenderás más tarde”. Sin embargo, en cuántas ocasiones queremos entender, sólo y exclusivamente, desde nuestra manera de ver las cosas: convertir a Dios en una marioneta de nuestros caprichos o frustraciones… Hemos olvidado, otra vez, lo esencial: “Si no te lavo, no tienes nada que ver conmigo”.

La Cena del Señor, antes que el banquete pascual prefigurado en las Escrituras, es la mayor obra de amor realizada en el mundo. Por tanto, amar hasta el extremo es darnos, a través del memorial de Cristo, su Cuerpo y su Sangre. Dios, por otra parte, nunca pondrá límites al Amor en cuanto éste se identifica con la entrega de su Hijo hasta la muerte. Y, respecto a las palabras que muchos osan decir: “te amaré hasta la eternidad”, sólo me viene a la memoria aquel Jueves Santo, en mi primera parroquia como sacerdote, cuando el párroco (él sabe a quién me refiero), al llegar el momento del “lavatorio” de los pies empezaba a sudar, llorando emocionado (situación ésta, que se repetía, año tras año). Cuando, por fin, le pregunté el motivo, me miró y respondió: “¡Cuánto amor he recibido de Jesús, y qué poco correspondo!”… Esas palabras, a pesar de que alguno no las entienda, sólo las puede decir alguien que sabe amar, y amar para siempre… ¡Qué grande es el sacerdocio! ¡Gracias, Dios mío!