Hechos de los apóstoles 7, 51-8, la ; Sal 30. 3cd-4. 6ab y 7b y 8a. 17 y 21 ab; san Juan 6, 30-35

Creo que uno de los dramas por los que pasa la sociedad actual es el exceso de susceptibilidad a la hora de corregir a algunos de sus miembros. Me explico. Cuando hace unos días, después de celebrar la Santa Misa, uno de los feligreses llamó a la puerta de la sacristía, puedo aseguraros que, ni de broma, me iba a imaginar en qué consistía su indignación. Esta buena persona, se quejaba de que al escuchar la homilía se sentía aludida por lo que había dicho en ella. Recuerdo que hablé acerca de la responsabilidad de los padres de familia respecto a los hijos, y que era necesario actuar con verdadera coherencia si realmente nos denominamos cristianos. Esa cara desencajada, que se enfrentaba conmigo, me amenazaba con quejarse al obispo por haberme “metido con él de forma tan atropellada”. Debo confesar, que son pocos los años que llevo en el sacerdocio (algo más de diez), pero una situación así, es la primera vez que me ocurre. Sin embargo, creo que de cara al crecimiento en humildad personal, me ha venido “de miedo”. Y es que una de las tentaciones, en las que tan a menudo podemos caer los “curas”, es el pensar que todo lo que decimos sienta bien a todo el mundo, y que sólo hemos de esperar halagos y aplausos.

Ahora bien, hubiera sido estupendo que en lugar de predicar el que suscribe, lo hubiera hecho el propio san Esteban, utilizando las mismas palabras de la primera lectura de hoy: “Duros de cerviz, incircuncisos de corazón y de oídos! Siempre resistís al Espíritu Santo, lo mismo que vuestros padres”. Además, una de las prácticas que, siguiendo al Señor, realizaban con frecuencia los primeros cristianos es la denominada “corrección fraterna”. Ésta, no consiste en otra cosa que, con discreción y cariño, cuando vemos en alguien algo que no se adecua al espíritu cristiano, es bueno recordarle en qué consiste su equivocación. Eso sí, siempre con prudencia, y habiendo llevado a nuestra oración personal tal actitud, porque a veces podemos caer en el error de corregir a personas en cuestiones que son, exclusivamente, una mera opinión personal. Por otra parte, después de advertir (y esto son datos constatados), que en muchos lugares la formación cristiana que se da a los más pequeños (incluso dentro de muchas familias), carece de lo más elemental, no debe de extrañarnos, por ejemplo, el que se ignore una “obra de misericordia” tan importante como es la de “corregir al que yerra”.

Es realmente necesario que tengamos el convencimiento de que necesitamos (¡urgentemente!) que nos corrijan: alguien (un director espiritual, un sacerdote, un amigo en el que verdaderamente confiamos…) que nos recuerde, o nos anime, a avanzar en nuestra vida interior. Quizás muchos nos encontremos indignos de semejante tarea, e incluso nos digan, como a Jesús, palabras del tipo: “Y qué signo vemos que haces tú, para que creamos en ti”. Sin embargo, no se trata de convertirnos en taumaturgos que, por nuestro encanto personal, hechicemos a la gente para que nos crean, sino que todos, al fin y al cabo, hechos de la “misma pasta”, necesitamos que nos digan, una vez más, que “el pan de Dios es el que baja del cielo y da vida al mundo”. Es curioso observar, en nuestros ambientes, cómo una de las cosas que se han perdido son las que denominan de “sentido común”, y, verdaderamente, ¡cómo extrañamos en ocasiones las palabras sencillas de aquellos catecismos que nos hacían aprender de memoria la doctrina cristiana! Y no es que por aprender uno, viva más coherentemente su fe, sino que Dios nos ha dado el entendimiento para que sea verdadero instrumento suyo. Por eso, al ser tan olvidadizos en cuestiones esenciales, lo que se ha aprendido de verdad, y queda en la memoria, siempre será bueno para que, una vez recordado, lo pongamos en práctica.

Que nadie se tome esto como una “corrección fraterna”, pero, ¡cuánto le agradezco a mi director espiritual cuando me dice, de vez en cuando, que he “metido la pata”!