Hechos de los apóstoles 13, 26-33; Sal 2,6-7.8-9. 10-11 ; san Juan 14, 1-6
San Pablo “se ha puesto las pilas”, como vulgarmente se dice, y empieza “a dar caña” sobre la figura de Jesús, recordando a los judíos la verdadera condición del Señor: “Tú eres mi Hijo: yo te he engendrado hoy”. Esta valentía del Apóstol de los gentiles nos demuestra la eficacia del Espíritu Santo cuando aceptamos ser instrumentos de Dios. Confesar la divinidad de Jesucristo en nuestros días no es, precisamente, recitar el “Quijote”. Porque no hablamos de una figura de ficción, o de un personaje brillante de la historia que hizo “cosas”. Estamos poniendo en juego toda nuestra existencia. Es cierto que nos encontramos con multitud de “platos de lentejas”, que nos aseguran no pasar hambre o, incluso, entretenernos para no pensar en cuestiones trascendentes… Pero, ¿eres capaz de vender tu felicidad por algo tan efímero?
El otro día, por ejemplo, me enseñaron una película acerca de un proceso de vocación. Se trataba de un adolescente, que gracias a un partido de fútbol, jugando con otros amigos, conoce a un joven sacerdote que le plantea la llamada al sacerdocio. Nuestro protagonista es un chaval normal: le gusta la bicicleta, la música, el deporte… e incluso tiene novia. Lo interesante del relato es observar que la posible llamada que le hace Dios, en nada va a romper su vida: ideales, proyectos, etc. Todo lo contrario, va a suponer un salto cualitativo en donde se van a despertar horizontes nuevos hasta entonces insospechados. Eso sí, toda llamada de Dios exige su correspondiente renuncia y sacrifico (¿no tienen también que renunciar a cosas el padre de familia que ha de madrugar para ir al trabajo, la madre que tiene al hijo enfermo, o el médico que ha de atender a un paciente?). Dios nunca va a romper su compromiso con nuestra naturaleza: con lo que tenemos y somos, “simplemente” va a perfeccionar el propio estado, de ese hombre o de esa mujer, con las nuevas gracias que recibirá en esa vocación específica que el Señor le pide.
Diego, el protagonista de nuestra película, tendrá que dejar a su novia. Muchos pensarán que se trata de un atropello a su futuro. Pero, veamos las cosas desde Dios: ¿No es la esencia de la felicidad el dar, antes que recibir? La afectividad, que es algo muy humano, encuentra su plenitud cuando son desarrolladas todas las capacidades y cualidades que poseemos. Y éstas, sólo son colmadas con Aquél que las da a raudales. Si, por ejemplo, muchos matrimonios y familias entendieran que el don que han recibido es una vocación de Dios, antes de llegar a una ruptura por causas “afectivas” (“Ya no me quiere”, “lo nuestro se ha enfriado”, “hay alguien que me comprende mejor”…), sería bueno hacer examen para sincerarnos acerca de lo que hemos estado dispuestos a dejar en beneficio de la felicidad del otro, y por amor a Dios. Por supuesto, que siempre habrá excepciones, es decir, situaciones verdaderamente irreconciliables, pero es bueno recordar que son eso: excepciones.
“Que no tiemble vuestro corazón; creed en Dios y creed también en mí”. Éste es el tipo de confianzas que nos harán vivir con una serenidad de espíritu excepcional. No me imagino a Nuestra Madre la Virgen con temores por lo que pudieran pensar los enemigos de Dios acerca de su Hijo. Más bien, su identificación con Jesús le haría adquirir sus mismos sentimientos: dar la vida hasta el fin, con entusiasmo y alegría, que es la esencia de la felicidad.
Como anécdota, os diré que la novia de Diego (que al final entraría en el seminario para ser sacerdote), le entregó una cruz de palo para que su vocación se afirmase, y fuera el mejor sacerdote del mundo… ¿No es esto generosidad de la buena?