Hechos de los apóstoles 13, 44-52; Sal 97, 1-2ab. 2cd-3ab. 3cd-4 ; san Juan 14,7-14

Hace unas semanas la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos publicó la Instrucción “Redemptionis Sacramentum”, sobre algunas cosas que se deben observar o evitar acerca de la Santísima Eucaristía. Se trata de un gran documento, que clarifica aspectos muy importantes de la liturgia, de manera especial todo lo que concierne a la Santa Misa. Ya desde el principio plantea distintos interrogantes que muchos se hacen acerca de las normas litúrgicas: “¿No serían suficientes la creatividad, la espontaneidad, la libertad de los hijos de Dios y un ordinario sentido común? ¿Por qué el culto a Dios debe estar reglamentado por rúbricas y normas? ¿No sería suficiente instruir a la gente sobre la belleza y la naturaleza sublime de la liturgia?”.

“Yo te haré luz de los gentiles, para que lleves la salvación hasta el extremo de la tierra”. Cuando tratamos las cosas de Dios, es importante diferenciarlas de las cosas de los hombres. De esta manera, muchas veces se ha criticado a la Iglesia el que no exista la “libertad” suficiente para actuar conforme a los sentimientos o las iniciativas personales. Esta manera de ver la realidad está fuera lugar, ya que se trata de algo, no sugerido, sino instituido por el mismo Jesucristo. El Vaticano II lo dice muy claro: “Por ser obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia” (Sacrosanctum Concilium, 7). No se trata aquí de dar lecciones de teología o liturgia, sino de recordar que es Dios quien nos ha llamado, y no nosotros quienes le hemos elegido. Esta diferencia no es algo sutil, más bien es la esencia de toda vocación divina. Cuando san Pablo recrimina a los judíos su actitud por volver la espalda a sus palabras, les recuerda que el mandato recibido es de Dios, no un empeño suyo. Y si somos sinceros ante el mundo que vivimos, descubriríamos que muchos males que nos azotan son motivados por haber olvidado lo esencial: sólo Dios conoce el corazón del hombre y, por tanto, lo que éste necesita.

Siguiendo con la Instrucción litúrgica: “Si la Misa es la representación sacramental del sacrificio de la Cruz, y en el santísimo sacramento de la Eucaristía se encuentra presente el cuerpo, la sangre, el alma y la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo y, por lo tanto, Cristo entero está verdadera, real y substancialmente presente, es claro que las normas litúrgicas concernientes a la sagrada Eucaristía merecen nuestra atención. No se trata de rúbricas meticulosas, dictadas por mentes legalísticamente estructuradas”. (Un pequeño paréntesis explicativo: las “rúbricas” son esas letras en rojo que el sacerdote puede leer en el misal, y que le ayudan a celebrar mediante esos “gestos” o “actitudes” que expresan lo que se está celebrando). Aquí entramos de lleno en el Misterio. Y, como todo misterio, nuestra actitud ha de ser de contemplación y, en nuestro caso, de agradecimiento. El capricho humano debe dejar paso a la acción de Dios, que quiere mostrar su generosidad con el derroche de tanta gracia divina. ¿Vamos a usurpar un papel que no nos corresponde?, ¿no resulta más fácil dejarnos ayudar por el que sabe qué es lo mejor para nuestra alma?

“Lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si me pedís algo en mi nombre, yo lo haré”. Es en la oración donde realmente encontramos la mejor de las maneras para tomar la iniciativa. Si rezamos, y rezamos bien, nos iremos identificando cada vez más con el querer de Dios. Y es en la Eucaristía donde nuestras plegarias se “materializarán” en el sacrificio de Cristo por la salvación de todos nosotros. ¿No merecen, por tanto, una dignidad y atención especiales las rúbricas que acompañan a lo que será nuestro “alimento” por excelencia?

A María le corresponde un puesto preeminente en todo lo que toca a su Hijo. Por eso nos unimos a las palabras finales de la Instrucción sobre la Eucaristía: “Por intercesión de la Santísima Virgen María, ‘mujer eucarística’, resplandezca en todos los hombres la presencia salvífica de Cristo en el Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre”.