Hechos de los apóstoles 14, 19-28; Sal 144, 10-11. 12-13ab. 21 ; San Juan 14, 27-3-la

Comienzan las Primeras Comuniones y ya estamos con celebraciones de la Santa Misa en las que se llena el templo y no contesta casi nadie aunque hablen mucho. A veces se consiguen momentos de silencio e incluso parece que la mayoría está pendiente de lo que sucede en el altar (excepto los de la cámara de video que parecen japoneses en viaje turístico). Durante el rezo del padrenuestro se ven caras de muchos que llegan por fin a “algo conocido” e intentan recordar la oración que aprendieron de pequeños. Pero ¡Ay!, se acerca la fatídica frase: “Daos fraternalmente la paz” y, como en la política internacional, para dar la paz se arma la guerra. Todos se ponen a hablar, se saludan como si hiciese años que no se veían (y llevan cuarenta minutos codo con codo), se mueven de sus asientos, saludan a los niños a gritos y mientras les retuercen la boca como los morros de un gorrino y dejan plantados dos marcas de carmín en la mejilla de la pobre criatura, le dicen a gritos: “Si parece un ángel, preciosísima.” Volver a conseguir la paz no es fácil, y que se retome la atención para contemplar el Cuerpo de Cristo partido por nosotros cuesta, en ocasiones, unos cuantos minutos.
“La paz os dejo, mi paz os doy: no os la doy yo como la da el mundo.” A veces cuando llegamos a un lugar apartado, tranquilo, lejano del “mundanal ruido” decimos: “qué paz”, pero los cristianos –habitualmente-, tenemos que buscar la paz en medio del bullicio de cada día, de las preocupaciones laborales, familiares, personales. “Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde” conlleva esa serenidad del corazón, ese transmitir paz en medio del caos, ese llenar de diálogo silencioso con Dios en medio de la algarabía del mundo, y eso yo lo descubro en Juan Pablo II y en algunas otras personas (desgraciadamente pocas) que traslucen paz interior, la paz de Dios, a pesar de las circunstancias externas.
La paz y el valor caminan de la mano. La paz no es fruto del consenso o del no querer molestar. Hoy escuchamos cómo a San Pablo le quieren quitar la paz a pedradas pero “él se levantó y volvió a la ciudad” a continuar predicando a Jesucristo. La paz de corazón, la paz fruto del Espíritu Santo, no lleva a apartarnos de los problemas, del “Príncipe de este mundo” sino a tener la convicción de que, acompañado por Cristo en mi vida, “él no tiene poder sobre mí” y por lo tanto se hace lo que Dios quiere aunque el ambiente o las circunstancias sean contrarias y desfavorables.
Pedir la paz para el mundo y para los corazones es una tarea urgente. Transmitir la paz no es dar gritos en la Iglesia cuando llega ese momento de la liturgia, ni abrazos desmesurados en la Misa, es colocar a Cristo en el centro de tu vida, de la vida de los otros y en el centro de la historia del mundo, consiguiendo que el corazón “no tiemble ni se acobarde.”
Santa María, Reina de la paz, consíguenos ser “instrumentos de paz” en el mundo y a nuestro alrededor.