Hechos de los apóstoles 25, 13-21 ; Sal 102, 1-2. 11-12. 19-20ab; san Juan 21, 15-19
El martes pasado se nos fue Estrella. Anduvo años colaborando en la delegación de juventud del Arzobispado de Madrid. Siempre animaba a todos los jóvenes que acudían a la delegación para participar en las actividades que allí se realizaban. Inscripciones, cartas, “papeleos”… su dedicación era un apostolado eficaz, y un ejemplo que todos tomábamos muy en serio. Dios tiene estas cosas, porque la Providencia no es algo que podamos decidir o planificar nosotros. Su sabiduría, a la que se nos invita también como don del Espíritu Santo, es para ver los acontecimientos desde Él, no con nuestras limitadas “gafas”. Para lo que algunos supone tragedia, incomprensión, ruptura irreparable, para Dios se trata simplemente un mero tránsito. Éste es el sentido de la muerte para un cristiano: la Vida.
Al rey Agripa, acerca del preso Pablo, le llegan los siguientes rumores: “Se trataba sólo de ciertas discusiones acerca de su religión y de un difunto llamado Jesús, que Pablo sostiene que está vivo”. Anunciar a Cristo, muerto y resucitado, fue la gran preocupación del apóstol de los Gentiles durante su permanencia en el mundo. Llegó incluso a decir que, si Jesús no hubiera resucitado, vana sería nuestra fe. A muchos no les gusta oír nada acerca de la muerte porque tienen miedo. Es el miedo de gente que carece de fe y de confianza en el Resucitado. Han colocado el “ancla” de sus deseos y ambiciones en la escoria del mundo, perdiendo de vista el horizonte de la eternidad.
Estrella, a pesar de sus años, era generosa y sabía transmitir cariño. De vez en cuando iba a la oficina de Medios de Comunicación y echaba una mano. El dolor de la soledad le acompañaba constantemente, pero Blanca, Loli… y unas cuantas compañeras más, no sólo la llamaban por teléfono, sino que iban a su casa para recordarle que la querían. ¡Cuánto cariño escondido y que nunca saldrá a la luz! Son aspectos de la vida que sólo Dios conoce, y quedan permanentemente guardados, como cuando Jesús reservaba su intimidad a unos pocos discípulos, o le gustaba pasar unos días de descanso en Betania.
“Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?” Por tres veces preguntará Jesús a Pedro por la medida de su amor. También nos puede entristecer a nosotros el descubrir que, a pesar de los años, tenemos tanto cariño postizo. Se nos escapan por la boca muchas palabra bonitas, pero que no tienen su correspondiente fundamento en lo divino. Ya que, sólo desde Dios, el amor permanece para siempre. El Señor exigía al primado de los apóstoles que todo su querer hacia Él se volcase en el cuidado de las almas. Es la misma encomienda que nos hace a cada uno de nosotros: buscar en los que nos rodean al mismo Cristo, que es la mejor de las maneras de llevarlos hasta Él.
Estrella tenía una gran devoción a la Virgen. Cuando hace algún tiempo perdió a su padres, su refugio era el cuidado amoroso que sentía de su Madre. Nadie debe sentirse huérfano con semejante maternidad. El Espíritu Santo la llenó de todas las gracias, para que su vocación maternal alcanzara a toda la humanidad. “Consuelo de los afligidos”, “refugio de los pecadores”… Quizás, poco antes de morir, Estrella escucharía las palabras que Jesús dirigiera a Pedro: “Sígueme”. Quizás se encontrara con los brazos de la Virgen estrechándola contra su pecho. Quizás aprendamos todos a ser un poco mejores, y confiar, una vez más, en la misericordia infinita de Dios.