san Pedro 3, 12-15a. 17-18; Sal 89, 2. 3-4. 10. 14 y 16 ; san Marcos 12, 13-17

“Esperad y apresurad la venida del Señor, cuando desaparecerán los cielos, consumidos por el fuego, y se derretirán los elementos”. ¡Vaya manera de comenzar una carta! San Pedro no se anda con “chiquitas”. Para algunos podría sonar a cierta amenaza, o género apocalíptico, tal y como la emprende el vicario de Cristo en su segunda carta. Con lenguaje de nuestros días, podríamos asegurar que la experiencia de Cristo en medio de sus discípulos fue “muy fuerte”. No se trataba de la continuidad de algo a lo que estaban acostumbrados (la ley, el templo, los sacerdotes…), sino que la ruptura con todo lo anterior fue radical. El mismo Jesús había dicho que Él venía a renovar todas las cosas. Y la Ascensión de la que tantos habían sido testigos, no fue el final de nada, sino el comienzo de todo.

“Mientras esperáis estos acontecimientos, procurad que Dios os encuentre en paz con él, inmaculados e irreprochables”. No hay desperdicio alguno en esta carta. Cristo anunció su segunda venida, ya definitiva, y todos la esperan como “agua de mayo”. San Pedro apela a esa predisposición, necesaria por nuestra parte, para poder completar en nuestra carne la Pasión y Resurrección de Jesús. Si hemos sido incorporados al Cuerpo Místico de Cristo, no se trata de vivir entre nubes, sino de construir a “golpe” de rectitud de intención nuestra vida con Él.

“Considerad que la paciencia de Dios es nuestra salvación”. Esperar al Hijo de Dios no es cuestión de sentarse en la “parada del autobús”, y mirar de vez en cuando el reloj porque hoy viene con retraso. La paciencia a la que alude el apóstol es la que tiene como alimento la virtud teologal de la Esperanza. “Saber esperar”, expresión empleada por santos de nuestro tiempo, es reconocer que todas nuestras expectativas están fijadas en una persona: Jesucristo. Por eso, ninguno de nuestros actos caerán en “saco roto”, sino que se prolongan hasta alcanzar el deseo de Dios: nuestra salvación. Una consecuencia de tal espera es nuestra perseverancia: “Estad en guardia para que no os arrastre el error de esos hombres sin principios, y perdáis pie”… ¡Bendita “tensión” sobrenatural!

“Lo que es del César pagádselo al César, y lo que es de Dios a Dios”. Los agravios comparativos nunca van a solucionarnos nada. Intentar hacer de Dios un “monigote” con el que jugar en ratos libres, es arrogarnos el papel de directores de ficción. Tolkien, el autor de “El Señor de los Anillos”, en uno de sus primeros libros, entendía la Creación como una gran orquesta sinfónica. En cuanto alguien “se iba de tono” (¡admirable respeto por la libertad!), un desorden empañaría la obra divina (¡buena analogía del pecado!). Dios respeta mis actos hasta tal punto, que otros, siempre siguiendo la ley natural y el bien común, han de respetar mis decisiones como venidas del mismo Dios. Hasta ese punto llega la imagen del ser humano a identificarse con su Creador. Por eso, resulta tan milenaria la veneración de los cristianos por los estados y gobiernos en cuanto al desvelo y cuidado por sus ciudadanos (siempre, por supuesto, que se cuide el principio de subsidiariedad y bien común).

“Se quedaron admirados”. También nos admiramos nosotros de la Virgen María, que guardaba en su corazón los prodigios de Dios que hizo en ella, y que ahora nos dispensa, con su amor maternal, a cada uno de nosotros.