Reyes 18, 20-39; Sal 15, 1-2a. 4. 5 y 8. 11 ; san Mateo 5, 17-19
¡Póntelo! ¡Pónselo!, así rezaba (qué palabra tan mal usada en este contexto) la primera campaña en España para la utilización de preservativos. Desde entonces la invasión mediática ha sido enorme, hasta tal punto que, en muchos ambientes sacerdotales y de familias e instituciones cristianas, se ha tirado la toalla en este tema. Ni se predica, ni nos escandaliza, ni tan siquiera nos llama la atención el encontrarnos maquinitas expendedoras de profilácticos en cualquier rincón. Parece una batalla perdida pues lo apoyan los jóvenes (palabra hoy sagrada, pero que antes era sinónimo de inexperiencia e inmadurez), las autoridades “progresistas” (o no), los lascivos, los promiscuos, los infieles, los desviados, los chulos, los pedófilos y otra pléyade de representantes de la “kultura,” la “ciencia” y la “medicina.” Sería como si alguien pensara seriamente el poner una tienda de cascos para mujeres maltratadas, ya que no acabamos con los maltratadores: por lo menos que no les partan la cabeza (y además unos bonitos complementos de rodilleras, petos, coderas, chalecos antibalas, etc. …). Lo importante no será agredir sino que la agresión no tenga consecuencias, y además les plagiaré el lema: ¡Póntelo! ¡Pónmelo!.
¡Qué bestia! –pensará alguno-, una cosa es “hacer el amor” y otra matar a alguien. Cuando se mata a alguien se mata el amor, cuando se “hace el amor” sin entregarse, también se mata el amor y, poco a poco, la capacidad de amar.
“¡Baal, respóndenos!” y gritarán más fuerte y se rasgarán sus vestiduras diciendo: El Sida, las enfermedades de transmisión sexual, los embarazos no deseados, los abortos de adolescentes, la superpoblación mundial, el conocimiento de la realidad (¿es que los maltratos no son una realidad y nos negamos a “asumirlos pacíficamente” y darles “carta de ciudadanía”?).
“Multiplicarán las estatuas de dioses extraños; yo no derramaré sus libaciones con mis manos, ni tomaré sus nombres en mis labios.” No me resigno a dar la batalla por perdida, aunque pueda decir como Elías: “He quedado yo sólo como profeta del Señor mientras que los profetas de Baal son cuatrocientos cincuenta.” El sexto mandamiento es, justamente, el sexto; hay cinco antes que hay que vivir para comprenderlo y amarlo pero “el que salte uno de los preceptos menos importantes, y se lo enseñe así a los hombres, será el menos importante en el Reino de los cielos.” No es una batalla perdida, cuando se siembra la muerte y el desamor se recoge muerte y desamor. Callarse sería como asumir que ante un atentado con antrax lo mejor es respirar bien fuerte, como los demás, esperando pacientemente la muerte antes que buscar –y guiar a los demás-, a ambientes de aire puro donde llenar los pulmones y sanar a los enfermos.
¿Batallas perdidas? Todas las que quieras luchar al margen de Cristo y de su Iglesia. Acabarás gritando también ¡Baal, respóndenos! y recibirás de contestación el silencio. Pero con Cristo, aunque te parezca que estás crucificado, escucharás: “siervo fiel y cumplidor, entra en el gozo de tu Señor.”
Ponte frente a tu madre, la Virgen, mírala a los ojos y pregúntate: ¿He dado alguna batalla por perdida?. Si es así, pide perdón y prepárate a ganar la guerra.