libro de los Reyes 21, 1-16; Sal 5, 2-3. 5-6. 7 ; san Mateo 5, 38-42

Siempre me asombra la capacidad del ser humano para ingerir alimento. Vuelvo ahora de la celebración de un bautizo, que ha sucedido en su primera parte en un bar que han cerrado, pues se llenaba con los “veintipocos” invitados. El único español era yo (aunque eso no tenga nada que ver con la celebración), pero tras acabar con el gazpacho, la carne asada, la tarta y el café hemos ido a casa del matrimonio -pequeña pero que daba mucho de sí-, y han sacado platos típicamente polacos en cantidad igual o superior a los de la comida. Mi estómago es generoso, pero limitado, así que he optado por retirarme discretamente mientras comenzaba esta “comida sobre comida.”
“Si uno te abofetea la mejilla derecha, preséntale la otra.” A veces vivimos bofetada tras bofetada y nos quedan pocas mejillas que poner pero, al igual que en el bautizo, si estamos tranquilamente sentados descubriremos que aún queda sitio para un poco más. A primera vista ver más comida puede parecer repugnante (por muy buena pinta que tenga), pero si permanecemos un rato frente a tanto alimento parece que regresa el apetito o descubrimos un “huequecillo” en el estómago del que no nos habíamos dado cuenta. Estoy convencido de que si llego a seguir sentado en el salón de mis amigos polacos estaría merendando como un maharajá (cuando realmente nunca como nada a media tarde.)
“Al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también la capa.” Muchas veces ante tanta noticia contra la Iglesia, los cristianos y los que intentamos vivir con un poco de fidelidad (a pesar de nuestro pecado) la fe, a uno le dan ganas de decir: “Basta ya, no me cabe más, no trago más porquería; y bastante bueno soy que aguanto hasta aquí.” Pero si uno se sienta tranquilamente un rato ante el sagrario se da uno cuenta de que quedan “muchos huecos en el estómago,” que hay muchas mejillas que poner y que dando “capa y túnica” caminamos al calor de Cristo.
“En cuanto oyó Ajab que Nabot había muerto, se levantó y bajó a tomar posesión de la viña de Nabot el de Yezrael.” La primera lectura parece un triunfo de Ajab, que ha usado todas las artimañas para ser injusto y aparecer como ganador (tendremos que esperar a mañana), como si hubiera desaparecido la justicia de Dios. De vez en cuando parece que, leyendo las noticias de periódicos más o menos anticlericales, se nos agria el final, se nos revuelven las tripas y decimos “este no puede ser el resultado, hemos perdido, ¿dónde está mi Dios?” y nos entra un pequeño rayo de tristeza, de “pesadez de estómago” en el alma, de acidez espiritual ante la aparente victoria del enemigo, del infiel, del apóstata.
Pero un rato de oración, un “E-mail,” un mensaje SMS, te hace ver que cuando pones tu mejilla por delante amortiguas el bofetón que le dan a Cristo. Que cuando te duele un golpe es por sentir como Cristo y cuando apartas el dolor de tu orgullo el bofetón ha sido bastante más flojo. Que la aparente derrota, contemplando la cruz, es el prólogo de la victoria: la resurrección.
“A quien te pide, dale.” ¿Piensas que la Virgen se cansa de dar? Ella sabe que el amor de Cristo nunca se acaba, aunque dé a manos llenas, aunque repartas amor al que te odia o te pone verde. Haz, madre mía, que yo tampoco me canse de ofrecerme.