ibro de las Crónicas 24, 17-25; Sal 88, 4-5. 29-30. 31-32. 33-34; an Mateo 6, 24-34

Llevaba tanto tiempo esperando escribir un comentario con este título que me parece increíble que haya llegado el día. El título viene a cuento de un sacerdote –buen sacerdote y buen amigo- que hace muchos años, en un encuentro de la juventud con el Papa, cuando todos estaban acostumbrados al barro, el polvo, el sudor, los apretones y un largo etcétera de dificultades varias, se dedicó gran parte del viaje a buscar su jabonera que se le había extraviado. De esto hace ya muchos años pero, navidad tras navidad, sigue recibiendo una jabonera de regalo. Debe tener ya una colección mayor que los fondos del museo del Prado. La verdad es que este sacerdote haría sonrojar de vergüenza a Mr. Proper (ahora “Don Limpio”) y mantiene casa, iglesia y sacristía como los chorros del oro. Cuando vamos a su parroquia buscamos (casi siempre sin éxito) una mancha, una humedad, una pelusa, una telaraña, cualquier cosa que denote una falta de limpieza o un descuido de la bayeta. Pero claro, en esta vida nadie es perfecto, y cuando descubrimos una manchita (por pequeña que sea) la magnificamos y se lo repetimos hasta la saciedad. Y nos reímos juntos.
Hoy es el Inmaculado Corazón de María. Comparado con este corazón, la casa de este sacerdote parecería una cochiquera. “Su madre conservaba todo esto en su corazón.” En el corazón de la Virgen, un corazón profundamente enamorado (diría, sin temor a equivocarme, la mujer más enamorada, apasionada y entregada de la historia) no cabe otra cosa que no sea Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y en el cuerpo de Cristo estamos cada uno de nosotros.
Por eso somos de María, pues somos de Cristo. El corazón de nuestra madre del cielo sólo ve todo lo bueno que hay en nosotros, todo lo que es de Dios. Cuando descubre “una mancha” en nuestro historial se apresura a limpiarla en la sangre de su Hijo.
De vez en cuando nos puede entrar esa “falsa humildad” de pensar que no valemos para nada, que somos unos pecadores impenitentes, que no tenemos solución y nos entra la desesperanza, tras esta falta de entrega y vence el pecado. Eso es no saber mirarte con los ojos de María. La Virgen descubre en ti todo lo que Dios está haciendo –aunque te parezca que no está haciendo nada, el Espíritu Santo es activísimo-, y sabe que es Él quien “levanta del polvo al desvalido, alza de la basura al pobre, para hacer que se siente entre príncipes y que herede un trono de gloria.” Por eso en el corazón de María no cabe la desesperanza, la desilusión, la tristeza. Sólo cabe la entrega, el amor, el apasionamiento y tú y yo participamos del latir de ese corazón.
A veces oiremos esas palabras: “Hijo, ¿por qué nos has tratado así?.” Pero no es un reproche de alguien que está enfadado con nosotros. Nace de la tristeza de que a veces no queramos participar de ese corazón Inmaculado, en que nos empeñemos en no ser felices, en no aceptar el único regalo que María, nuestra madre, nos ofrece: a su Hijo.
Por eso hoy ponte un “vestido de gala” y envuélvete “en un manto de triunfo.” Haz una buena confesión y si hay algún pecado, alguna mancha que no sepas cómo limpiar o te parece que no “sale con nada,” métete en el corazón de María y descubrirás el amor de Dios que es más fuerte que nuestros pecados y tristezas.
Un regalo a nuestra madre. A lo mejor llevas en la cartera, en el bolso o tienes en alguna habitación de tu casa una estampa o una imagen de la Virgen. A lo mejor te has acostumbrado a verla y no le prestas más atención. Hoy, dale un beso.