Reyes 19, 16b. 19-21; Sal 15, 1-2a y 5. 7-8. 9-10. 11; san Pablo a los Gálatas 5, 1. 13-18; san Lucas 9, 51-62

“Para vivir en libertad, Cristo nos ha liberado”. Muchas veces hemos sentido compasión al ver un insignificante pajarito encerrado en una jaula. Ese columpio y ese alpiste, junto con el barreñito de agua, suele ser el “ajuar” inseparable del prisionero volador. Recuerdo, siendo un chaval, que en casa de mi abuela tenían un “canario” que se llamaba Manolo. Alguna vez caí en la tentación de abrir su jaula, y así brindarle la posibilidad de darse un “garbeo” por la sala de estar. Sin embargo, un día que iba a mis “andadas”, no caí en la cuenta de que la puerta del balcón se encontraba abierta… y el pájaro voló (pero, esta vez, de verdad). El disgusto en la casa fue enorme. “¡Ay mi pobre Manolo!” (decía mi abuela). “¡Qué desgracia tan grande, y qué frío va a pasar! (replicaba una de mis tías). Yo no sabía si llorar, o alegrarme por la nueva vida del “canario”.

Al siguiente fin de semana, que fui con mis padres a visitar de nuevo a mi abuela, la sorpresa fue enorme. Al entrar en el salón escuché el “pío, pío” inconfundible del “canario”. Por un momento pensé que se habían “agenciado” un nuevo pájaro, pero comprobé que se trataba del añorado Manolo. Mi abuela me explicó que al día siguiente de haberse escapado, escucharon unos golpecitos en una de las ventanas, y que se trataba de Manolo que quería entrar en la casa. Pero, lo verdaderamente sorprendente, es que, por su cuenta, entró en la jaula que tenía la puerta abierta… y allí, aparentemente feliz, se quedó Manolo.

Esta historia, real como la vida misma, creo que nos viene “al pelo” después de leer la carta de san Pablo a los Gálatas. Cuando el Apóstol nos habla del yugo de la esclavitud, se está refiriendo a esas “jaulas” que nos vamos fabricando a lo largo de los años. Creemos que ser libres es hacer lo que se nos antoje. Pero esos antojos no son otra cosa, sino pequeños grilletes que van “adornando” nuestra vida, hasta que, finalmente, nos impiden volar. Puede ser que alguien nos invite a salir de esa jaula (un buen amigo, un sacerdote, un familiar que nos quiere…). Sólo es necesario que transcurran unas horas, o unos días, para que uno vuelva la vista atrás echando de menos las “comodidades” de ese alpiste, y ese barreñito tan majo en el bebíamos sin que nadie nos molestara. Pero, como dice el propio san Pablo, en realidad se trataba de “una libertad para que se aproveche la carne”.

“En cambio, si os guía el Espíritu, no estáis bajo el dominio de la Ley”. La fuerza de Dios, su Gracia, es la garantía de nuestra libertad. Y ya puede alguien venirnos con cualquier monserga (llámese alpiste o riquezas, barreño u honores), que si no lleva el sello de lo divino (entregarnos a los demás por amor, es decir, sin esperar nada a cambio), de poco nos servirá. Este planteamiento que parece tan simple, en realidad no lo es, porque la manera con que nos complicamos la vida (el medir y calibrar las cosas desde la perspectiva de nuestra jaula), nos hace la jugarreta de pensar que actuamos con más libertad cuanto más tenemos, o cuantas más “seguridades” poseamos.

“El que echa mano al arado y sigue mirando atrás no vale para el reino de Dios”. A Manolo, el “canario”, como pájaro, le guiaba el instinto de conservación que le dejó fuertemente anclado en su pequeña jaula. Nosotros, además del instinto animal, poseemos el olfato de lo divino, gracias al Bautismo. Y estamos creados para volar… y volar muy alto. Esto es la vida interior. María es la criatura más libre de la creación, porque es la llena de gracia… ¿No oyes una voz en tu interior que te dice: “Sígueme”? Dile que sí, y descubrirás que tu vocación es la libertad.