san Pablo a los Efesios 2, 19-22; Sal 116, 1. 2 ; san Juan 20, 24-29

“Sois ciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios”. Uno de los grandes fenómenos demográficos en Europa es la ingente inmigración de hombres y mujeres venidos, principalmente, de África y Latinoamérica. Muchas veces su presencia se debe al negocio de algunos que, por unos pocos dólares, te aseguran un viaje “cómodo” al paraíso del bienestar, donde -te dicen- encontrarás trabajo, y todas las comodidades que es capaz de ofrecerte la sociedad occidental. Otros muchos, huyen de una situación difícil que viven en sus lugares de origen, para poder iniciar una nueva vida, donde asegurar el pan para sus familias. Son pocos, a pesar de las enormes dificultades de inserción en una nueva cultura y sociedad, los que vuelven a su patria. Lo que sí exigen, una vez transcurridos unos años, es “carta de ciudadanía” en el nuevo país donde viven, pues se consideran un ciudadano más, con los mismos derechos y libertades que disfrutan los nativos.

San Pablo nos habla de los ciudadanos del Reino de Dios. Aquí no hay fronteras, ni lenguas, ni razas, que impidan el libre ejercicio de ser hijos de Dios. Según el apóstol de los gentiles: “vosotros os vais integrando en la construcción, para ser morada de Dios, por el Espíritu”. Lo importante de todo esto es que no se trata de una forma figurada de hablar, sino que es lo más real, y lo más veraz, que puede ocurrirle a cualquier ser humano. Las cortapisas que los hombres nos ponemos unos a otros (como el animal que traza instintivamente los límites su territorio), no existen en la mente ni en el deseo de Dios. Para Él todos tenemos un sitio en el Reino de los Cielos. Pero es importante recordar que Jesús anunció ya ese Reino aquí, en la tierra, y que, de hecho, debía de comenzar a existir en nuestros corazones.

Resulta fascinante conocer tantos corazones, de hombres y mujeres de Dios, generosos y magnánimos, que se dilatan de tal forma que todos caben en ellos. No hacen acepción de personas, ni miden las relaciones humanas por el tener o por el saber, simplemente: aman. Si tú y yo fuéramos capaces de percibir un “gramo” de esa generosidad, quizás desapareciera de nuestra cabeza, y de nuestros labios, una expresión del tipo: “tú eres de los nuestros, tú, en cambio, no me caes bien”.

“¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto”. Hemos de reconocer que también nosotros somos del “talante”: “si no lo veo, no lo creo”. El día en que un juicio contrario al nuestro, una crítica a nuestra persona, o “mira lo que hace éste, y yo, en cambio siempre a lo mismo, y sin ser valorado”, no sólo lo soportemos, sino que sepamos “ver” con los ojos del alma con qué locura nos ama Dios… ése día, estaremos construyendo el Reino de Dios, aquí en la tierra. Piensa seriamente, que cualquier otro beneficio sirve para muy poco… o para unos pocos años. Lo que ha de permanecer para siempre, eso sólo es obra del Espíritu Santo.

María creyó sin haber visto. Por eso, es la Bienaventurada, la llena de gracia. Aunque creas que nadie te escuche, aunque te encuentres angustiado, aunque no sepas por qué, di conmigo: ¡Madre mía, que vea!… Te aseguro que ya, desde ese momento, los ojos del corazón quedarán abiertos para Dios… ¿Quieres algo más?