Oseas 2, 16.17b-18. 21-22; Sal 144, 2-3. 4-5. 6-7. 8-9 ; san Mateo 9, 18-26

El otro día haciendo un poco de “zapping” me encontré un documental sobre los homosexuales que habían sufrido prisión durante la época franquista. El protagonista del documental no era un “fan” de la Iglesia, estaba profundamente resentido, y tal vez por su historia tiene motivos para estarlo. Contaba que después de salir de la cárcel se tuvo que dedicar a la prostitución durante unos cuantos años pues se le cerraban las puertas a cualquier empleo por tener antecedentes penales. Cuando le preguntaron qué marcas le había dejado esa época de prostituirse afirmó que había perdido la capacidad de enamorarse, de tener sentimientos en ninguna relación, se acercaba a los demás desde la desconfianza. Me dio una lástima inmensa y recé por él y por todos y todas (que se dice ahora), que no pueden amar.
“Yo la cortejaré, me la llevaré al desierto, le hablaré al corazón. Y me responderá allí como en los días de su juventud, como el día que la saqué de Egipto.” Muchas veces leo y oigo hablar de la Iglesia como una “institución,” una especie de empresa de lo espiritual, un complejo entramado de estructuras para conseguir algún oscuro fin. La Iglesia es -y siempre será-, el grupo de los que han dejado que el Señor les hable al corazón, de las almas que quieren llamarle a Dios “Esposo mío” y no “ídolo mío.” Sólo dejándose seducir por el Señor es como se entrega la vida con alegría, sólo desde un corazón enamorado se proclama a los cuatro vientos las hazañas del Señor.
“Me casaré contigo en matrimonio perpetuo.” Sólo desde esa confianza en el amor que Dios nos tiene podemos anunciarle. No hay que “nadar y guardar la ropa” actuando con miedo, con desconfianza, sopesando los beneficios y las pérdidas. “Me casaré contigo en fidelidad.” Jamás nos faltará la presencia del Dios del consuelo, de la misericordia, del aliento, de la vida, de la esperanza.
Ciertamente ahora vemos a muchos cristianos que parecen “funcionarios de lo sagrado,” “consumidores de espiritualidad,” que trasmiten olor a añejo, sabor rancio y aroma de desesperanza. Todo les parece mal: la entrega negativa, el amor cursilería, la oración “una técnica,” la Eucaristía una reunión, parece como si también hubieran perdido la capacidad de amar a Dios, de sentirse amados por Él. Parece que la crítica negativa y destructiva se ha instalado en el corazón de algunos miembros de la Iglesia, incapaces de hacer las cosas simplemente porque quieren, porque aman.
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