Jeremías 1, 1. 4-10; Sal 70, 1-2. 3-4a. 5-6ab. l5ab y 17 ; san Mateo 13, 1-9

“Antes de formarte en el vientre, te escogí; antes de que salieras del seno materno, te consagré”. Hay pasajes del Antiguo Testamento que resultan entrañables. El respeto que siente Dios hacia todo lo creado nos demuestra que, verdaderamente, ha salido de sus manos. Si tuviéramos el mismo trato con aquello que depende de nuestras acciones, no nos dejaríamos llevar por tantas improvisaciones, ni quedarían las cosas a medias. Quizás hemos olvidado algo tan evidente como es el sentido de la responsabilidad. El acto creador de Dios es el acto responsable por excelencia. Y la creación del hombre, en concreto, lo más bello que Dios ha hecho en el universo. Si la belleza de Dios “se mide” por su simplicidad, y su consecuencia inmediata es que el ser humano ha sido creado a su imagen y semejanza, entonces nos da a entender cuál ha sido la pretensión divina: crear un ser que participe de su propia belleza y simplicidad. Pero lo simple aquí no es lo burdo o lo indiferente, sino aquello que está lejos de cualquier complejidad o superficialidad, es decir, lo más perfecto que cabe en la mente de Dios.

Estas consideraciones, que pueden parecer algo teológicas, nos deberían ayudar a entender en qué ciframos nuestro sentido de la responsabilidad. Si nuestra “medida” es la eficacia y lo útil, entonces no hemos comprendido el alcance de nuestro origen, ni de nuestro fin. Cuando nos viene la queja al modo del profeta Jeremías: “¡Ay, Señor mío! Mira que no sé hablar, que soy un muchacho”, entonces deberíamos de hacer lo mismo que el mensajero de Dios: ponernos en sus manos. Aquí es donde empieza el ejercicio de nuestra responsabilidad. Hemos sido creados por Dios para llevar a término su obra creadora. Sólo desde la sencillez y la falta de complicación podemos cooperar en esa ingente tarea. Sabernos queridos por Dios nos hace vivir en la seguridad de que no estamos huérfanos, y que nuestras acciones tienen un sentido, aunque en ocasiones vayan contracorriente, es decir, estén lejos de lo que el mundo pretende (la fama, el honor, la vanagloria, el triunfo…).

“Dios mío, me instruiste desde mi juventud, y hasta hoy relato tus maravillas”. Dejarse enseñar y formar no va en contra de nuestra libertad, sino que la afianza y la consolida. También esto es sentido de la responsabilidad. Educar a los hijos en la verdad, por ejemplo, es algo más que una obra de caridad (“enseñar al que no sabe”), es una grave responsabilidad. Medios los tenemos y los conocemos. Lo duro (aparentemente), es el esfuerzo que hay que poner en ello, y los sacrificios que conlleva, pero la satisfacción por el bien realizado supera en mucho a cualquier otra complacencia, porque lleva el sello de lo divino. Creer que nuestra misión es otra, puede resultar todo lo bohemia que se quiera, o incluso ilusionante, pero dejar a un lado lo que Dios pretende de nosotros es darle una bofetada a la verdadera felicidad. Los sueños son importantes, pero han de encarnarse en el sudor de nuestra frente, y en el día a día. Olvidar lo que Dios nos pide en cada momento, es dar la razón al sinsentido y a la contradicción.

“El que tenga oídos que oiga”. Cristo enseñaba mediante parábolas. Algunas de ellas las tenía que explicar, ya que muchos eran “duros de oído”. Nosotros las hemos escuchado o leído multitud de veces, y aún nos sorprenden. Ésta es la sabiduría de Dios, que su Palabra resulta siempre novedosa y atrayente. Entrar en la escuela del Evangelio es algo que deberíamos ejercitar de manera innata los que hemos sido bautizados en la Iglesia. No podemos dar por supuesto lo que de pequeños nos enseñaron o aprendimos, ya que es necesario rememorar en nuestra vida cotidiana cada una de las enseñanzas de Jesús, haciéndolas carne de nuestra carne, y espíritu de nuestro espíritu. También esto es una grave responsabilidad que no hemos de olvidar.

La Virgen María es la más sencilla y humilde de todas las criaturas. Por eso, su sabiduría es superior a la de cualquier criatura humana. Estoy seguro de que, cuando Dios tuvo en sus manos la primera criatura humana, pensó en la belleza de la Virgen… y se recreó en tu felicidad y en la mía.