Jeremías 7, 1-11 ; Sal 83, 3. 4. 5-6a y 8a. 11 ; san Mateo 13, 24-30

“Mirad: Vosotros os fiáis de palabras engañosas que no sirven de nada”. Hablaba ayer con un amigo que me confesaba su falta de fe. En un primer momento intenté persuadirle de que ese tipo de consideraciones se debían al cansancio y a la necesidad de unas buenas vacaciones. Él volvió a insistir, hasta el punto que empezaron a asomarse unas lágrimas en sus ojos, que me hablaban de lo sincero de su convencimiento. Intentando “escarbar” en las verdaderas motivaciones le insinué que, en ocasiones, nos dejamos engañar por las apariencias de determinaciones éxitos humanos hasta que llega la hora de la contradicción. Llegados a este punto, mi amigo se puso serio y me dijo: “¿Es que acaso me estás sugiriendo que hago las cosas por motivos egoístas?”.

Recuerdo a un sacerdote anciano, años atrás, que asegurándome de la inexistencia de recetas para ser santo, me dijo que, ante momentos de oscuridad de no ver claramente si Dios era el sentido auténtico de su ministerio, tenía un sabio remedio: “Pepe (se decía así mismo), cuando seas bueno hablaremos”… y las dudas se alejaban en ese preciso instante. Esto recordaba teniendo frente a mí a ese amigo con sus “grandes” problemas de fe. Echamos la culpa a Dios de lo que corresponde únicamente a nuestro comportamiento. Hacemos fuente de nuestras creencias lo que baratamente nos ofrecen: “Eres un tipo extraordinario… lástima que malgastes tu tiempo con tantos hijos”, “Tienes todo un futuro por delante… lástima que te ate tanto tu familia”, “Tu poder de convicción podría ser mucho más útil y provechosa si no estuvieras condicionado por tu moral cristiana”… Etc.

Todas estas palabras engañosas “embadurnan” nuestros pensamientos, y llegamos a actuar en contra del más elemental sentido común. ¿Cuál es el problema?: que en el interior de toda mentira anida un aspecto de la verdad… pero sólo un aspecto, no toda la verdad. Y lo que más nos duele es que, confesándonos pobres, miserables y faltos de fe, nos digan que somos unos soberbios. ¡Cuánta autocompasión nos reclamamos! ¿No recuerdas las palabras de Jesús al joven rico?: “¿Por qué me llamas bueno?… sólo Dios es bueno”. Si no logramos ver en Cristo al Hijo de Dios, simplemente nos quedaremos con el “ajuar”: las flores del campo, lo espectacular de sus milagros…

“Dejadlos crecer juntos hasta la siega”. Decidir en aquellas cosas que sólo le corresponden a Dios tiene muchos riesgos: “no tengo fe”, “que mal me tratan”, “no hay remedio”… Nos cuesta una enormidad dejar que el tiempo de Dios actúe en nosotros. Olvidamos que la santidad no es incompatible con nuestros defectos y pecados, y nos empeñamos en construir castillos en el aire. Dios cuenta con lo que eres, y de esa manera te quiere. ¡Por supuesto que es necesaria la lucha ascética! Pero no puedes cifrar el camino hacia Dios como una realización meramente personal. Escucha: Menos autocompasión, y más acudir al sacramento de la confesión, que es donde Dios abre los brazos de su amor para que te vuelques sin temor alguno. Ya vendrá el tiempo de la siega… Mientras tanto: a ti, ¿qué?

La Virgen siente un respeto reverencial por la hora de Dios. Ese entrar lo divino en la historia es un misterio que nos supera, y del que no podemos apropiarnos como si fuera una golosina. Y cuando te vengan dudas de fe, respóndete como aquel anciano sacerdote: “Cuando seas bueno hablaremos”.