Jeremías 14, 17-22; Sal 78, 8. 9. 11 y 13 ; san Mateo 13, 36-43

“Mis ojos se deshacen en lágrimas, día y noche no cesan”. El don de lágrimas no es algo exclusivo de los santos, también los que somos “de a pie” tenemos el derecho a llorar. Ya hemos dicho en alguna ocasión que Jeremías eran un tanto llorón. Dios no se queja de esa debilidad humana, sino de que en ocasiones no terminemos de confiar plenamente en Él. El profeta llegará a denunciar al Pueblo de Israel su falta de fidelidad y lealtad ante las promesas de Dios, y acabará siendo mal visto por aquellos que sólo ponían el corazón en sus ambiciones… Jeremías no sólo soportó estoicamente las injurias, sino que le importaba poco todo aquello que no tuviera que ver con la voluntad de Dios.

También nosotros podemos caer en la tentación de buscar la aprobación ajena. ¿No te ha pasado a veces que viendo claramente lo que Dios te pedía, en un momento muy concreto de tu vida, te has dejado “seducir” por la opinión de otros?: “Aún eres demasiado joven”, “piensa la carga que puede suponer para tu familia”, “siempre tendrás tiempo para tomar esa decisión”… Todo son excusas para posponer u olvidar lo que Dios nos habla de una manera tan personal en el corazón, y las “sabias” razones de los demás nos parecen de lo más lógicas y coherentes. Pero, ¿es eso lo que realmente quiere Dios de ti? Ya sabes que cuando hablamos del corazón nos estamos refiriendo a lo más íntimo de uno mismo. También sabrás que hay un templo sagrado, denominado “conciencia”, al que sólo puedes acceder tú y Dios… nadie más.

“¿No eres, Señor, Dios nuestro, nuestra esperanza, porque tú lo hiciste todo?”. ¿Te parece poco todo este proyecto de Dios para ti? A veces vamos por la vida con las orejeras que nos calan hasta la barbilla, y somos torpes para ver lo que Dios es capaz de realizar por amor nuestro. No es que nos quedemos cortos, es que, “no tenemos ni idea”. Cuando uno se empeña en hacer las cosas a su manera, y se ha encontrado con dificultades o imposibles, suele echarle la culpa a Dios. Lo que ocurre es que hemos olvidado que Dios no arregla imposibles, nos hace ver que determinados problemas no existen. Los problemas los fabricamos nosotros (en el libro del Eclesiastés se dice: “Dios hizo al hombre sencillo, pero éste se complicó con razonamientos”), Dios, en cambio, nos da su gracia para que vayamos “a su paso”. Y una vez emprendido el camino junto a Él, descubrimos que no solamente va junto a nosotros, sino que, en la mayoría de las ocasiones, nos lleva en sus brazos. ¿Es difícil tomar decisiones? Todo lo que lleve la impronta de lo divino resulta “una gozada”.

“Entonces los justos brillarán como el sol en el reino de su Padre”. Así se llamaban entre sí los primeros cristianos: justos. En medio de tantas persecuciones, no esperaban una recompensa del mundo. Habían tomado una decisión, y ese era su premio. Los que llevaron al suplicio a los que después fueron mártires, les embargaba una extraña sensación, mezcla de odio y admiración, por la actitud que mostraban los cristianos antes de morir: alegría por seguir a Cristo, y perdón hacia sus verdugos.
Entender esto en nuestros días puede parecer de locos, pero mayor “irracionalidad” es actuar contra la fuerza del amor Dios. Por mucho que algunos lo intenten se darán de bruces con su infinita misericordia… y aún quedarán perplejos.

La Virgen María también tomó una decisión que le llevó a unirse de una manera inefable al misterio de Dios. ¿Cómo sería la mirada de su Hijo desde la Cruz?… Él también te mira… y te quiere con locura. ¿No oyes a la Virgen que te dice: “¡Anda, haz lo que Él te diga!”.