Jeremías 15, 10. 16-21; Sal 58, 2-3. 4-5a. 10-11. 17. 18; san Mateo 13, 44-46

“Cuando encontraba palabras tuyas, las devoraba; tus palabras eran mi gozo y la alegría de mi corazón”. Estaba preparando este comentario de hoy, cuando alguien me advirtió acerca de estas palabras de Jeremías. Su observación era la siguiente: “Siempre he oído que la Palabra de Dios era alimento para el alma. Pero, de ahí a devorarla, me parece un tanto exagerado”. Así que tuve que cambiar el discurso.
Muchas veces he visto a mi madre “embobada” con sus nietos (he de deciros que tengo ocho sobrinos). Sobre todo cuando apenas tenían unos meses, cogiéndoles entre los brazos les decía: “¡Estás para comerte!”. Conociendo a mi madre, puedo aseguraros que tiene muy poco de antropófaga. Más bien, todo lo contrario. Dentro del contexto en que os narro esta anécdota, hay tal calado de ternura, que uno también queda presa de semejante espectáculo. La abuela con sus carantoñas, y la criatura correspondiendo con balbuceos y sonrisas, es digno de contemplar.
De esta manera también entiendo la relación con Dios en cada uno de nosotros… pero, al revés. Dios es misterio, pero tan íntimamente cercano a nosotros que se manifiesta a través de las cosas más cotidianas. Esa intimidad necesita ser tan extraordinariamente asequible que, incluso corporalmente, podamos “asimilarla”. Es Dios quien nos invita a devorarle. En el Antiguo Testamento, a pesar de lo que digan algunos sabios exegetas, Dios se mostraba verdaderamente próximo. Dentro de la gran pedagogía divina, es decir, al hilo de lo que suponía el hombre hace algunos miles años, los recursos empleados por Dios iban muy de la mano de la naturaleza: el fuego, el viento, el agua, la lluvia… Así, empezando por Abrahán, y terminado por el último de los profetas menores, todos tuvieron una experiencia inefable con Dios. Y eso, sin tener en cuenta la amistad de Moisés, por ejemplo, con Yahvé, al que veía cara a cara. No nos extraña, por tanto, los sentimientos del profeta Jeremías que, encontrándose con una verdad en la Palabra de Dios, tuviera esas ansias, hasta el punto de querer “comerla”.
“…lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo”. Pero no queda ahí la cosa. Llega el Hijo de Dios, y empieza a escandalizar a diestro y siniestro, porque les habla de la necesidad de comer su carne para alcanzar la vida eterna. Incluso llega a decir a sus discípulos que, si ellos no están convencidos de lo que les dice, pueden marcharse también. Llevo unos cuantos años de sacerdocio, y puedo aseguraros que cada vez que pronuncio, en el momento de la consagración, “Tomad y comed…”, siento un escalofrío al que no llego acostumbrarme. Me gustaría llorar, al modo de Jeremías, pero no de rabia, sino por lo que supone tener a un “ser vivo” (divinamente vivo) entre mis manos: a pesar de mis múltiples debilidades y pecados, Cristo sigue comprometiéndose, en cada Eucaristía, y se hace Cuerpo y Sangre… para que le comamos. ¿Puede alguien dar más?
No existen tesoros en el mundo que sean capaces de satisfacer lo que en cada Comunión recibimos. Mientras las riquezas, la fama y el poder son pasajeros, la eternidad se abre paso a “empujones” en nuestra alma en cada Hostia Sagrada que recibimos, y así calmar todas nuestras ansias y deseos… para siempre.
Pues sí. Me imagino a la Virgen estrechando a Jesús entre sus brazos y diciéndole: “¡Estás para comerte!”. Y si aún me apuráis (y que Dios me perdone por este atrevimiento de hijo, que mira “abobado” semejante escena), Cristo rememoraría tales palabras de su Madre al instituir el sacramento de la Eucaristía en la Última Cena. Hoy, cuando vayas a comulgar, díselo a Jesús: ¡Estás para comerte!