Jeremías 30, 1-2. 12-15. 18-22; Sal 101, 16-18. 19-21. 29 y 22-23 ; san Mateo 14, 22-36

“Después de que la gente se hubo saciado” Jesús empezó a despedirse de todos ellos. Una vez más nos muestra el Evangelio la magnificencia y grandeza de Jesús: El sacia nuestras necesidades. Hemos de pedirle al Espíritu Santo que nos de el don de escudriñar las Escrituras, y descubrir sus grandes enseñanzas –Jesús es “el Maestro”, es “la Verdad…—.
Aquí apenas hemos empezado a leer y ya nos damos cuentas de que quién está con el Señor, quién se acerca a Él. Quien vive de la gracia siempre saciará su existencia y su alma: con Jesús se está bien, con Jesús, no tienes necesidad de nada más, pues con El lo tienes todo. Ya lo decía Santa Teresa de Jesús “sólo Dios basta”.
Nos cuenta el Evangelio que, después de la multiplicación de los panes, Jesús despide a la gente… y el Señor “subió al monte a solas para orar”. Llegada la noche, estaba “allí solo”. Es curioso también este modo de proceder: acaba de realizar un gran milagro –ha dado de comer a cinco mil personas con cinco panes y dos peces—, y la forma de celebrarlo es quedarse solo, rezando en el monte, incluso alejado de sus discípulos que, como nos dice el Evangelio de la misa de hoy, se han ido –quizá llenos de alegría por el milagro y para celebrarlo— a pescar. El Señor nos enseña que la oración debe de preceder, acompañar y continuar, en todos los actos de nuestra vida; ante los acontecimientos más menudos, y ante los más grandes (acabar una carrera universitaria, ganar una oposición, una subida de sueldo, el nacimiento de un nuevo hijo…). Lo importante es acudir al Señor en todo momento. Jesús debe de estar presente en nuestra vida como lo es un amigo, un padre, o un amor humano al que se le confía nuestras alegrías y nuestras penas.
Cristo rezando solo en el monte, y los discípulos –desgraciadamente, también solos— en el mar. Ese es el primer error, y también el nuestro: dejar al Señor por el trabajo, por la diversión, por los amigos… cuando en cada una de esas situaciones también nos ha de acompañar Jesús. Al quitar de nuestra vida a Jesús, es decir, cuando “la barca iba ya muy lejos de tierra”, nuestra vida queda “sacudida por las olas, porque el viento era contrario”. Para un cristiano el viento siempre es contrario, porque –después del pecado original— la tendencia del hombre es hacia el pecado –a la pereza, al orgullo, a la impureza…-, y nuestra naturaleza queda “sacudida por las olas”
Pero Jesús, es un amigo. Jesús no abandona –aunque nosotros sí que lo hagamos—a quienes tienen la voluntad, de seguirle, y aunque, a veces, como ahora sus discípulos, se alejen por el atractivo del trabajo profesional, o le dejemos por no cumplir el cuarto mandamiento, los deberes tan queridos con la familia; o nos alejamos por culpa del descanso, no cumpliendo, por ejemplo, el precepto de santificar las fiestas (lo que hemos de evitar que no nos suceda durante este tiempo estival: faltar a Misa el domingo, que es nuestro encuentro principal con el Amigo).
Cristo sale a buscarnos para sacarnos del oleaje producido por el viento contrario. Quizá esa solicitud de Dios por nosotros, a pesar de nuestro alejamiento, nos la quiere expresar el Evangelio cuando nos dice que “de madrugada (lo primero que hace), “se les acercó Jesús”. Un acudir de Cristo hacia nosotros, haciendo si es preciso un milagro, aunque sea “andando sobre el agua”, porque (piénsalo sinceramente), ¿no es un milagro que tu no abandones a la familia por el trabajo, o que saques tiempo para ir a misa el domingo?. Se nos ha terminado el espacio… pero no las ganas de seguir hablando de Él, tu amigo y el mío.