Ezequiel 12, 1-12; Sal 77, 56-57. 58-59. 61-62 ; san Mateo 18, 21-19, 1

Los Evangelios que la Iglesia nos propone en este mes de Agosto están llenos de enseñanzas del Señor, referentes al amor a Dios y al prójimo. “Señor, si mi hermano me ofende, ¿Cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces?” y la respuesta del Señor que acabamos de leer: “No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete”. Que es como decir siempre.
Hay una idea muy equivocada de nuestra fe, de la religión católica, incluso entre nosotros los católicos, que consiste en estimar que ésta fe que nos predica Jesucristo nos habla de lo que es pecado, de lo que está prohibido, de lo que es malo. Podemos sacar ideas equivocadas de nuestra fe, pero ésta es sin duda una de las más graves.
Nuestro cristianismo es un vivo reflejo de lo que decimos, pue se trata de la religión del amor. Tanto en dirección de Dios hacia nosotros –“tanto amó Dios al mundo que entregó a su hijo hasta la muerte”—, como en nuestra relación con Dios, “el primer y principal mandamiento de la ley de Dios es amar a Dios con todo tu corazón”.
También la relación con nuestros afines, “amar al prójimo es semejante al primero”, es “semejante” a amar a Dios. Y para que quede aún más claro, añade el Señor: “en estos dos preceptos se resumen –se condensan, se sintetizan— toda la ley y los profetas”.
A veces se dicen cosas muy alejadas de la doctrina del Señor. Es verdad que hay acciones que están mal, que son pecado, y que es necesario acudir al sacramento de la confesión, pero esto es como decir que en la moda, en los vestidos, en las pasarelas, lo importante es lavar la ropa. ¡Hombre!, sí, hay que lavar la ropa, incluso plancharla, pero lo importante, si hablamos de moda, es el diseño, los colores, la caída de la tela, el estilo, la comodidad, la elegancia, los distintos tipos de tejidos. Igual nuestra fe: ¡tiene tal riqueza de colores, de estilos de vida, de modos de llevar ese “revestirse en el Señor”, como nos dice San Pablo, que parece miserable, o, al menos ignorancia, reducir nuestra fe, que es divina, a un lavado o a unas prohibiciones o preceptos dominicales, aunque, sin duda, también todo esto cierto y necesario.