Ezequiel 16, 1-15. 60. 63; Is 12, 2-3. 4bcd. 5-6 ; san Mateo 19, 3-12

El Evangelio de hoy coloca delante de nosotros algo que, debiendo de ser maravilloso, espléndido desde su origen –el noviazgo— hasta su final –morir unidos en la vejez, llenos de amor entre sí, y llenos de amor a Dios—, sin embargo, lo estamos impregnando muchas veces de tal egoísmo –no digo el matrimonio, porque éste es instituido por Dios, y, como tal, es santo y divino— que se comprende la exclamación de los apóstoles que hoy recoge el Evangelio: “si esa es la condición del hombre, no trae cuenta casarse”. Y la contestación del Señor, como siempre, no puede ser más luminosa para nuestro entendimiento si la consideramos despacio: “No todos pueden con eso, sólo los que han recibido ese don”. Es un don, una gracia de Dios que, con nuestro esfuerzo, podemos contribuir a alcanzar o crecer.
Nadie está obligado a casarse, como tampoco nadie está obligado a ser célibe, pero si elegimos un estado u otro, debemos pensarlo, ponderarlo. Es muy importante esa elección que va a afectar a toda, absolutamente a toda nuestra vida. Para los que se van a casar la Iglesia, gracias a Dios, desde hace ya muchos años, pide a los novios que acudan a los cursos de preparación para el matrimonio que se ofrecen en todas las parroquias del orbe. Son cursos donde especialistas, teólogos, sacerdotes, formadores que han estudiado los documentos magisteriales sobre el matrimonio, publicados tanto por el Papa, como por las Conferencias Episcopales e, incluso, por documentos pastorales del propio Obispo de cada diócesis, y hasta del mismo párroco de la iglesia donde se van a casar.
En esos cursos se ofrecen a los novios, junto con tantas experiencias de otros matrimonios cristianos, una ayuda previa, de modo que antes de que se encuentren los que serán pronto nuevos cónyuges con problemas aparentemente irresolubles, se den cuenta de que es posible salir de ellos, o incluso evitarlos, de modo que evitarán encontrarse enzarzados en atolladeros que otros les han desbrozado ya. Bastará con acudir a esos cursos, escuchar atentamente a lo que unos y otros les dicen para facilitar un camino que no es fácil. Aunque la ayuda de Dios nunca faltará al que, de verdad, ama a su cónyuge y busca por encima de todo la felicidad del otro y no su egoísmo.
Roguemos a Dios por todos aquellos que están pensando casarse, que acudan con interés a formarse en su parroquia, a ese medio que la Iglesia ofrece, seguros de que les servirá. Junto a esto, no podemos olvidar lo más importante: la gracia del sacramento. El matrimonio no es un acto social, se trata de un don de Dios, que servirá para poder vivir con alegría y con fe, es decir, santamente, todos los años de la vida en común, hasta el encuentro de los esposos con Cristo en el cielo.