san Pablo a los Corintios 1, 1-9; Sal 144, 2-3. 4-5. 6-7 ; san Mateo 24, 42-51

En agosto muchos feligreses de mi parroquia emigran al pueblo, con lo que hay una gran tranquilidad. Así da tiempo a pensar y realizar arreglos, limpieza en profundidad y que se te ocurran un montón de tonterías que hay que arreglar y durante el curso no da tiempo. Una de las cosas que se me había estropeado hacía tiempo era el encendedor del coche. Pensé que eso no era muy complicado y que podría hacerlo yo mismo así que, ni corto ni perezoso, compré un encendedor, agarré los destornilladores y me puse a desmontar el coche. Poner el nuevo encendedor no parecía difícil, otra cosa era sacar el antiguo. Después de media mañana a cuarenta grados centígrados dentro del coche conseguí extraerlo y puse en nuevo mechero que encendió a la perfección. Al día siguiente cuando monté el coche volví a probar el mechero y ya no funcionaba. No sólo el mechero daba problemas, también el velocímetro (circular a cero kilómetros por hora es apasionante), y la luz de marcha atrás se había declarado en huelga. En definitiva, había provocado un cortocircuito y se fundía el fusible. Ignoro qué tiene que ver el encendedor con el indicador de velocidad pero, fundido el fusible, se estropea todo. Ya he quitado el encendedor y todo ha vuelto a la normalidad (habrá que plantearse en serio lo de dejar de fumar).
“Estad en vela, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor.” Parece que a esta generación se le ha fundido el fusible que ilumina nuestro sentido de la muerte y del juicio. No es que se niegue la muerte (quien hiciese eso debería ir a un psiquiatra), pero sí la responsabilidad de nuestros actos, el que nuestra vida está en manos de Dios, que no todo el mundo muere de viejecito y que nos presentaremos ante Dios para dar cuenta de lo que hemos hecho. No es que se niegue la eternidad, casi todo el mundo cree que “hay algo,” eso está profundamente inscrito en nuestra naturaleza, pero la falta de examen frecuente –diario, diría yo-, de nuestras acciones en la presencia de Dios, la ausencia de oración y de trato con el Señor hace que se nos funda el fusible de la eternidad. Esperamos que si Dios nos quiere pedir cuentas tendrá que avisarnos con antelación pues el desprecio a la eternidad lleva consigo hacer insustancial el del día a día. Si no es para la eternidad cada instante es trivial, absurdo, sin sentido y por lo tanto carente de importancia. Entonces uno empieza a “pegar a sus compañeros, y a comer y a beber con los borrachos,” es decir, a olvidarse que somos de Dios y a Dios volvemos.
Vivir la vida con el sentido de la muerte y el juicio nos hace caer en la cuenta que cada cosa que hacemos y vivimos es importante. Puede parecer imposible o que sea sólo para “algunos elegidos,” pero “de hecho, no carecéis de ningún don, vosotros que aguardáis la manifestación de nuestro Señor Jesucristo.”
Pídele luces a la Virgen María y al Espíritu Santo para ver si en tu vida hay algún “cortocircuito” que te impida “funcionar” correctamente, acude al taller de la Misericordia de Dios y medita sobre la muerte y el juicio, no para agobiarte sino para estar deseoso de presentarle una vida llena de “buenas obras.”