san Pablo a los Corintios 3, 1-9; Sal 32, 12-13. 14-15. 20-21 ; an Lucas 4, 38-44

El verano resulta un tanto pesado… sobre todo cuando las vacaciones llegan a su fin. Nos habíamos empeñado en continuar con esa lectura tan interesante del libro aparcado durante meses, pero no ha habido tiempo. Deseábamos tener más horas con la familia, pero los horarios no han sido los más adecuados (sombrillas, esteras, falta de sitio en la playa, etc.). Incluso ese “no hacer nada”, del que se caracteriza el tiempo estival, ha sido un engaño (corriendo de aquí para allá, buscando un lugar para comer, ir al pueblo de los suegros a pasar unos días…). En definitiva, un año más, que no es otra cosa sino esperar al siguiente, a ver si hay suerte para tener unas vacaciones “como Dios manda”.

A pesar de todo, lo natural del cristiano es saber descubrir, en medio de todas esas circunstancias descritas anteriormente, las cosas importantes. San Pablo nos dice hoy: “No pude hablaros como a hombres de espíritu, sino como a gente débil, como a cristianos todavía en la infancia”. A alguno le podría parecer una locura este tipo de planteamientos, sobre todo cuando se abrió paso en la vida con esfuerzo, sacrificio y renuncia. Pero esta es la realidad que nos llena verdaderamente: “Fue Dios quien hizo crecer”. Juzgar los acontecimientos desde el Espíritu es saber poner, con normalidad, cada cosa en su sitio. El tono de voz, la sonrisa oportuna, la disculpa adecuada… todo eso lleva el sello de lo divino si lo hacemos, no por que sí, sino por amor a Dios y al prójimo.

Leía estos días a un autor espiritual que ponía el acento en que “debemos hacer las cosas con verdadera caridad”. Se quejaba de que en muchas ocasiones nos quedamos “atascados” en los medios (prácticas de virtud, ascetismos…), y olvidamos el fin: amar a Dios. También nos puede ocurrir a nosotros lo mismo. Nos empeñamos en salvar los pequeños obstáculos del día a día, hasta que se nos presentan como “gigantes”, porque nos hemos olvidado de que trabajamos, no para resolver sólo ese problema, sino que, gracias a que “somos también edificio de Dios”, sabemos darle un sentido sobrenatural.

Jesús, una vez más, es reclamado para curar enfermos, expulsar demonios e imponer las manos. Resulta curioso que fueran los demonios los que “sabían que él era el Mesías”, mientras que muchos aún dudaban sobre su actuar y su procedencia. Y es que las cosas importantes suelen estar ocultas a los ojos ávidos de curiosidad o de egoísmo. Cristo se manifiesta en el corazón de cada hombre que le busca sinceramente, y sabe que Dios no es una aspirina o una receta para solucionar lo que nos molesta o nos preocupa. Lo importante sigue estando ahí, en el interior de cada uno, donde sólo las cosas se ponderan con la urgencia del tiempo de Dios: sin prisas, pero sin pausas.

“Al hacerse de día, salió a un lugar solitario”. La necesidad de la oración no sabe de “vacaciones” o de “descansos”. Por el contrario, el verdadero descanso lo encontramos estando a solas con Dios. Y eso, aunque uno esté en medio de cuerpos grasientos por el aceite de los bronceadores, es posible.

María, nuestra Madre, es maestra de ponderar las cosas de Dios en su corazón. Pedir su intercesión es camino seguro para perseverar en nuestro empeño por alcanzar, en medio de lo cotidiano, las cosas que son realmente importantes… lo que nos lleva a amar a Dios y al prójimo sin reservas, y sin miedos.