san Pablo a los Corintios 4, 1-5 ; Sal 36, 3-4. 5-6. 27-28. 39-40 ; an Lucas 5, 33-39

“Que la gente sólo vea en nosotros servidores de Cristo”. Presumir de ser humildes es algo verdaderamente de necios. Pero los hay, sí. Recuerdo una conversación con un hombre de edad avanzada, que no hacía otra cosa que llenarse de calificativos humillantes: soberbio, traidor al amor de Dios, lujurioso, etc. En un momento de semejante “monólogo” le dije: “Es verdad, aún le falta mucha humildad para saberse querido por Dios”. Indignado, me reprochó el que le dijera semejantes palabras. Quién era yo para formularle tal acusación. Y se marchó.

No hay nada más sutil que creernos lo que no practicamos. Si son los demás los que deben aprobar nuestro comportamiento, ¿qué “pinta” Dios en todo esto? “Para mí, lo de menos es que me pidáis cuentas vosotros o un tribunal humano; ni siquiera yo me pido cuentas. La conciencia, es verdad, no me remuerde; pero tampoco por eso quedo absuelto: mi juez es el Señor”. Valen estas palabras del apóstol de los Gentiles por otras que podrían quedar peor explicadas.

Tener como instrumento de la humildad el servicio a Dios, concretado especialmente en la disponibilidad hacia los demás, es la mejor de las maneras para olvidarnos de tantas tonterías que nos vienen a la cabeza. También las precipitaciones en nuestros juicios, y la manera de condenar la actuación de otros, es algo que, además de inútil, nos puede acarrear más de un problema. Recuerdo que, ya de pequeño, mi padre me decía: “De callar nunca te arrepentirás, de hablar muchas veces”. Nuestra tarea, como servidores de Cristo, es la de sembrar paz, prodigar la reconciliación, y animar con nuestra alegría a los que andan tristes y desconsolados. “No juzguéis antes de tiempo: dejad que venga el Señor”, dice san Pablo. Cuánto avanzaríamos en nuestra vida interior, y cuánto bien extenderíamos a nuestro alrededor si, de verdad, nos preocupáramos por lo que le “preocupa” a Cristo: la salvación de las almas. Ya vendrá el tiempo del Juicio… mientras tanto, hay que servir, servir… y más servir, sin esperar el beneficio que obtendremos por ello.

“Los discípulos de Juan ayunan a menudo y oran, y los de los fariseos también; en cambio, los tuyos, a comer y a beber”. Una vez más, los fariseos y escribas ponen a prueba al Señor. Esa es la actitud del que no tiene nada que dar y, en cambio, mucho que justificar. ¿Qué sentido tienen los agravios comparativos, sino el de demostrar ante los demás aquello de lo que carecemos? Duele mucho el ver cómo los que critican a la Iglesia y a sus pastores, lo hacen en nombre de la igualdad y de la justicia (también se dice que en nombre de Dios). No hay nada más sagrado que el amor de una madre y, por ende, el amor que a ella le debemos. Hagamos un sincero examen: ¿cómo amo a mi madre la Iglesia, y cómo hago por servirla en beneficio del bien de las almas? Existen multitud de maneras de concretar ese servicio, pero hay una que es especialmente eficaz: hablando bien de ella. ¿No he sido bautizado en su seno? ¿No he recibido la gracia de la fe por sus enseñanzas? ¿No persevero mediante los sacramentos que me dispensa?

Cristo no necesita defenderse ante nadie. Relata una parábola en la que invita a sus oyentes a disponerse a entrar en la “hora” de Dios. Es el tiempo en el que todo queda renovado y “tocado” por el Hijo del Hombre. Ya todo es gracia, y el que no se dé cuenta de ello, quedará como ese odre viejo: incapaz de retener el vino nuevo de la Redención que nos brinda Cristo… “A vino nuevo, odres nuevos”.

La Virgen intercedió en la Bodas de Caná para que a los novios no les faltase el vino. Su manera de servir parece pasar desapercibida. Sin embargo, no hay mayor eficacia que la de entrar en los designios de Dios con humildad… ¡la de verdad! Uno no se cree merecedor de nada, pero se sabe servidor de Dios, que es lo que cuenta para que “nuestras cosas” funcionen. ¡Gracias, Virgen María!, por enseñarnos a ser hijos en tu Hijo.