Sabiduría 9, 13-18; Sal 89, 3-4. 5-6. 12-13. 14 y 17 ; Filemón 9b-10. 12-17; san Lucas 14, 25-33
“¿Qué hombre conoce el designio de Dios? ¿Quién comprende lo que Dios quiere?”. Se trata de una regla que nunca falla: Cuando el hombre deja de acudir Dios, busca refugio en otros recursos. Llámese astrología, cartas, espiritismo, etc. Toda una parafernalia que, a modo de sucedáneo, pretende ocupar el lugar de lo divino. Así, por ejemplo, los especialistas del tarot están dispuestos a encontrarte novio (siempre que las cartas estén bien dispuestas), o a predecirte que pronto encontrarás trabajo, o que tu salud se verá fortalecida. Aparte de la manipulación (y el pingüe beneficio que se llevan algunos a costa de la “ingenuidad” de otros), lo dramático está en la condición de toda persona que anhela un poco felicidad, sabiendo que lo que se ofrece es mentira. Preferimos gastar unos cuantos euros para que nos regalen los oídos, antes que ponernos de rodillas ante el que es nuestro Creador y Señor.
Tiene razón el libro de la Sabiduría: “Los pensamientos de los mortales son mezquinos, y nuestros razonamientos son falibles; porque el cuerpo mortal es lastre del alma”. Porque, ¿cómo pretendemos conocer a Dios, si antes ni siquiera sabemos quiénes somos? Reducir lo humano al puro utilitarismo o al beneficio inmediato, es tratar al hombre como un saco de patatas. Lo que destella en cada persona, haciéndola verdaderamente hermosa, es el resplandor de lo divino que hay en su alma. Algunos dirán: “Si no lo veo, no lo creo”. ¿Vemos, acaso, al amor paseando por la playa? ¿Somos capaces de escuchar a la felicidad dándonos los buenos días? ¿Pretendemos tomar un café con el honor, la fidelidad o la justicia?… Todas estas cosas no se ven, sin embargo, funcionamos con ellas como si fueran de lo más conocido por nosotros. ¿Cuál es el problema? Cuando esos principios han sido adulterados, entonces los encarnamos de cualquier manera, perdiendo su belleza y sentido originales. Pervertimos el amor cuando lo reducimos a simple placer. Nos engañamos con la felicidad al transformarla en hedonismo. Traicionamos a la justicia cuando buscamos nuestro egoísta interés…
“¿Quién conocerá tu designio, si tú no le das sabiduría, enviando tu santo espíritu desde el cielo?” La sabiduría que Dios nos promete sólo la pueden alcanzar los sencillos de corazón. Desde ahí empezaremos a descubrir la huella de Dios en sus criaturas y, sobre todo, su acción en nuestro interior. ¡Claro que veremos a Dios con nuestros sentidos! Ya que todo está impregnado de su presencia, y cualquier acontecimiento nos llevará hasta Él: alguien que nos sonríe, la contemplación de un amanecer, una persona que sufre, una alegría compartida con los que queremos… Todo nos lleva a entender el designio de Dios, y lo que Él quiere para cada uno de nosotros.
“Mil años en tu presencia son un ayer, que pasó; una vela nocturna”. Cualquier satisfacción humana, por muy grande que sea, siempre será una leve sombra respecto a lo que Dios nos da. Quizás te siga pareciendo más necesario que la astróloga de turno te vaticine un novio antes de fin de año. Piensa que, aunque Dios no te provea del “príncipe azul” anhelado, Él es el rey de tu vida, llenándotela de amor constantemente… lo demás (si ha de venir), vendrá por añadidura
“Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío”. También aquí se podría añadir lo del novio, pero el mensaje de Jesús tiene una mayor hondura. Sólo en Él se alcanza la plena felicidad, y el sentido de todas las cosas. Y, si no, pregúntaselo a la Virgen. Por encima, incluso, de ser Madre de Dios, se encontraba su condición de haber sido la primera discípula de Cristo… cumpliendo la voluntad de Dios, de manera admirable, en ese instante en que recogió entre sus brazos a ese Hijo querido cosido a una Cruz. ¿Sigues sin reconocer a Dios en tu vida?