Corintios 9, 16-19. 22b-27; Sal 83, 3. 4. 5-6. 12 ; san Lucas 6, 39-42

“¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!”. Este suspiro de san Pablo creo que lo compartimos muchos sacerdotes (No sé cómo saldrá este comentario, pero “me apetece” muchísimo hacerlo… en fin, ¡allá va!).

Para empezar, todo el texto de la carta a los Corintios de hoy no tiene desperdicio. Así, que te aconsejo que lo leas, lo releas, lo medites…y lo lleves muchas veces a tu oración personal. No se pueden decir las cosas tan del corazón y, a la vez, ser tan de Dios.

Creo que todos los que hemos recibido la extraordinaria gracia de la vocación sacerdotal (por lo menos, a mí me pasa), experimentamos, cada día en la Eucaristía, la enorme fuerza del poder de Dios en nuestras pobres manos. Puedo asegurar que, en ocasiones, casi puedo “masticar” esa presencia divina, y me entran verdaderas ganas de llorar (de alegría, y de vergüenza a la vez). ¿Cómo es capaz Dios de hacer semejante locura, y hacerla tan asequible al hombre? Bueno, pues ésta es la raíz del anuncio del Evangelio. Sin ser motivo de orgullo personal, nos encontramos los sacerdotes con la grave obligación de “dar a conocer el Evangelio, anunciándolo de balde, sin usar el derecho que me da la predicación del Evangelio”.

Lo que hemos recibido gratis, hemos de darlo gratis. Ése es el gran discurso de la gracia y de la misericordia divinas. El sacerdote se ha puesto en manos de Dios libremente, y se ha hecho servidor de cada uno de los hombres para ganarlos a la vida eterna. Desde la Eucaristía hasta el sacramento de la Reconciliación (pasando por la predicación, la catequesis, la administración de otros sacramentos, etc.), somos dispensadores de los grandes tesoros del Cielo que ningún ser humano, aquí en la tierra, jamás podría soñar alcanzar.

“Ya sabéis que en el estadio todos los corredores cubren la carrera, aunque uno solo se lleva el premio”. La meta del Cielo no es una utopía para contentar a los “tontos”. Tú y yo sabemos dónde hemos de poner el corazón (aunque, una y otra vez, experimentes el barro de tus caídas, y muerdas el polvo de tantas miserias), y sabemos que ninguna ciencia humana nos va dar una respuesta clara y nítida, como la da el Evangelio. Por eso, todos a una, gritamos con san Pablo: “¡Corred así: para ganar!”. ¿Privaciones?, ¿renuncias?, ¿críticas?, ¿malas miradas?, ¿levantarse continuamente?… ¡y qué! No nos dirigimos al Cielo por un hecho fortuito del destino. La recompensa que Cristo te ha prometido no hay que pedirla por catálogo, ni suplicarla como el que espera un premio de consolación. La sangre preciosa de la Redención, ganada por Cristo en la Cruz, te alcanza esa meta… y mucho más, infinitamente más.

“Un discípulo no es más que su maestro, si bien, cuando termine su aprendizaje, será como su maestro”. Pues bien, cada a uno a lo que tiene que hacer (estudiar, trabajar, ser buenos padres, mejores hijos, desprendidos ciudadanos…), que ya vendrá la “hora” para cada cual. No pienses que lo que a ti se te encomienda desmerece de lo que puedan hacer otros… nunca hagas caso de esas aureolas humanas, que parecen deslumbrar, pero que al final acaban en nada. Los triunfos para Dios. Lo demás, “ni ‘fu’, ni ‘fa’”. Y, como decía un amigo sacerdote, “si hubiera que decir algo, sería más bien ‘fu’ que ‘fa’”… ¿entiendes?

Por lo demás, el mayor fuego que hubiera deseado poner en este comentario lo dejo en manos de mi Madre… Ella, con su acostumbrada ternura, me mira con una sonrisa. Lo demás, ¿qué más da?