Números 21, 4b-9; Sal 77, 1-2. 34-35. 36-37. 38 ; Filipenses 2, 6-11 ; san Juan 3, 13-17

Hoy la Iglesia celebra una fiesta: la Exaltación de la Santa Cruz. Parece una contradicción llamarle “fiesta” y “de la Cruz”. En realidad no debería de ser fiesta –alegría, contento— lo que supone contradicción, sacrificio, cruz. Pero es ésta una paradoja cristiana. Todo se nos aclara si, como debemos hacer siempre ante lo que no comprendemos en nuestra vida, miramos la vida de Cristo. ¿Por qué la Cruz es una fiesta? Porque por la Cruz de Cristo se nos redimieron nuestros pecados, porque con la muerte de Cristo en la Cruz se nos abrieron las puertas del Cielo: ¿¡Te parece poco motivo de alegría y de fiesta!?
Claro que no podemos olvidar esa lección que nos da Jesucristo y que la Iglesia no quiere dejar pasar por alto: la alegría, las grandes consecuciones de nuestra vida espiritual (a veces también en lo material) suponen, van precedidas de un grande o pequeño, sacrificio, de lo que a veces denominamos así: la cruz.
Aunque esto es así para un cristiano, no siempre reaccionamos de este modo. En la primera lectura de la Misa de hoy podemos leer en el libro de los Números que “en aquellos días, el pueblo estaba extenuado del camino, y habló contra Dios y contra Moisés”. Ves, ésta es la reacción ante lo que nos cuesta, cuando estamos cansados, cuando nos salen las cosas mal, cuando tenemos contradicciones en el trabajo, o en la familia el cónyuge no nos entiende, o los hijos se portan mal –uno “habla contra Dios y contra Moisés” y contra todo lo que se nos ponga por delante porque nos estamos topando con la cruz.
Esa actitud no es buena porque nos hace pasarlo mal y lo hacemos pasar mal a todos aquellos que nos rodean. Aunque si somos buena gente, al final, pedimos perdón a quien haya sufrido nuestras desabridas contestaciones o nuestros enfados soterrados y vengativos.
Sale al paso el Salmo responsorial de la Misa de hoy “escucha, pueblo mío, mi enseñanza, inclina el oído a las palabras de mi boca” ¿Cuál es la enseñanza del Señor ante esa cruz? La respuesta la tenemos en la segunda lectura, San Pablo a los Filipenses: “Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz”.
Pero esto que sería como una maldición, resulta que es el camino para alcanzar el fin de nuestra vida, por eso, podríamos decir que precisamente “por eso, Dios lo levantó sobre todo y le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre»; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre”. Esto es lo que nos insiste machaconamente esta lectura de la Misa.
¿Cómo se explica todo esto que estamos meditando hoy? ¿qué es lo que explica que el sacrificio por los demás, el darse, el negarse así mismo y tomar la cruz sea camino de santidad? Esta pregunta se contesta con una sola palabra: el amor. De ahí que en el Evangelio de la Misa de hoy sin tapujos, claramente, sin necesidad de que hagamos una interpretación del Evangelio, leemos: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna.
Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él”. Para eso mandó Dios al mundo, pero ¿nosotros le dejamos que cumpla su misión? ¿le dejo yo, en mi vida, que me salve permitiéndole entrar en mi corazón a través de los sacramentos de la penitencia y de la Eucaristía, a través de mi oración?