Corintios 15, 1-11; Sal 117, 1-2. 16ab-171. 28 ; san Lucas 7, 36-50

“Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os proclamé y que vosotros aceptasteis, y en el que estáis fundados, y que os está salvando, si es que conserváis el Evangelio que os proclamé; de lo contrario, se ha malogrado vuestra adhesión a la fe”.
Este texto que acabas de leer es de la primera lectura que hoy nos ofrece la Misa para nuestra consideración. Es San Pablo que se lo escribe a los Corintios pero podría estar escrito por nuestro Obispo en nuestra propia diócesis porque la actualidad de estas palabras no hace falta demostración.
En España se podría decir que todos hemos oído “proclamar” el Evangelio. Las estadísticas dicen lo que dicen, pero cuando a un niño lo van a bautizar se pregunta a los padres y padrinos “¿qué venís a pedir a la Iglesia? Y ellos contestan “la fe”. Luego hay también una aceptación, por lo tanto se puede decir –como añade la primera lectura— que en él, en el Evangelio, estamos “fundados” y que nos “está salvando”, naturalmente, aclara San Pablo, “si es que conserváis el Evangelio que os proclamé”.
El Evangelio es lo que nos salva, la fe que ahí se nos proclama, esto es lo que nos sostiene. La verdad es que esta lectura vuelve a ponernos delante de lo que realmente vale, de lo que cuenta en nuestra vida. Hay políticas económicas, hay políticas sociales, culturales, científicas… Todo esto no nos salva. Cuando las políticas económicas, no digamos las sociales o científicas se separan del Evangelio –y hoy por hoy y en muchas cuestiones se separan “se está malogrando vuestra adhesión a la fe”, o lo que es lo mismo, esto no nos salva, que es, a la postre, lo único que importa. Sólo una cosa es necesaria: la santidad.
Podríamos llenarnos de una cierta desesperanza al ver el panorama actual de descreimiento de nuestra sociedad española, traducido muchas veces en una búsqueda de dinero y de placer. Estos deseos no son nuevos.
Nos cuenta el Evangelio de hoy que un día que fue Cristo a casa de su amigo Simón, aparece una mujer, –al parecer María Magdalena— que podría muy bien representar los placeres que sólo importan y que serían muy difíciles de erradicar tanto de aquélla como de ésta sociedad nuestra actual. Pero Cristo siempre habla al corazón, no sólo a los que nosotros llamaos buenos, sino al corazón de todo hombre. Tan es así que, con tal que le demos un pequeño resquicio, si nos abrimos con nuestra actitud, con nuestra buena disposición, como aquella mujer “llorando, se puso a regarle los pies con sus lágrimas”, Cristo se vuelca y hace con nosotros lo que es lo mejor para nuestra vida: “Por eso te digo: sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor”