Corintio 15, 12-20; Sal 16, 1. 6-7. 8 y 15 ; san Lucas 8, 1-3

Hoy nos detenemos en lo que escribe san Pablo a nuestros hermanos de Corinto. Nos estamos reincorporando a nuestra vida de trabajo habitual, al despacho, a la oficina, al taller, a la tienda donde uno es el dueño o el dependiente, en fin, estamos retomando de nuevo a lo que dejamos, en realidad hace tan solo unos treinta días… Pero habrá un día que ese reinicio no se producirá.
Vamos a tocar un tema ahora que siempre es desagradable: los muertos en carretera. Este año, en España, han bajado en algo más de cien con respecto al año anterior. Esto es mucho de agradecer a Dios, a los conductores y a la acertada campaña que se ha llevado desde la Dirección General de Tráfico. Pese a ello, son muchos los fallecidos. Son más, sin embargo, si contamos los que han muerto de “muerte natural” es decir, “en la cama”, por enfermedad, por vejez. El número de todos ellos, y no sólo en España, sino en todo el mundo –lo digo sin tener ninguna estadística delante–, seguro habrá pasado del millón de personas, por no decir más.
La primera lectura del Evangelio nos habla de la muerte. Mejor dicho, nos habla de la resurrección. Un año, a esa vuelta de vacaciones al trabajo, uno no vendrá. ¿Es esto algo triste? ¿es un tema escabroso y de mal gusto pensar en esto? Quizá lo fuera si sólo se murieran unos cuantos –y sólo por accidente de tráfico o por acción terrorista, como hemos visto estos días en Osetia del Norte, en Rusia–, pero no es así: todos tenemos que morir. Pero ante esa realidad, no es cierto que esto sea una desgracia o algo de mal gusto, o al menos no lo es para los cristianos porque todos resucitaremos –si morimos en gracia de Dios— para la vida eterna. Porque, y esto es lo que nos recuerda San Pablo en estas letras “Si anunciamos que Cristo resucitó de entre los muertos, ¿cómo es que dice alguno de vosotros que lo muertos no resucitan?”
Es este un punto capital de nuestra fe y de toda nuestra existencia en la tierra, porque el cristiano está diciendo que vale la pena sacrificarse, luchar contra el egoísmo, no dejarse llevar por la así llamadas “malas pasiones” como son el odio, la lujuria, la envidia, etc. Y si uno se esforzara por tantas cosas –no maldecir a quien te hace daño, rezar por los que se meten contigo o te calumnian— y luego, uno se muere y diera igual cómo te hayas comportado en tu vida, con esfuerzo o sin esfuerzo, no haciendo agresiones a los demás o a la naturaleza, o haciéndolas, entonces no valdría la pena tanto esfuerzo.
Por eso hemos leído que “si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó; y, si Cristo no ha resucitado, nuestra predicación carece de sentido y vuestra fe lo mismo”. Pero esa es precisamente nuestra fe. Esa es nuestra esperanza, porque “Si nuestra esperanza en Cristo acaba con esta vida, somos los hombres más desgraciados. ¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos”. Tener fe, practicar la fe, se convierte en la dicha mayor del mundo porque, entonces, nuestra vida no termina nunca, sino que cambia.