Job 3, 1-3. 11-17. 20-23 ; Sal 87, 2-3. 4-5. 6. 7-8 ; san Lucas 9, 51-56

Se habla mucho de la calidad de vida. Muchas veces nos referimos a las cosas, las pertenencias materiales o las “soluciones de habitabilidad” de las que gozamos. También hablamos de calidad de vida refiriéndonos a la salud: las unidades paliativas del dolor en los hospitales intentan que el enfermo tenga una “calidad de vida” digna hasta el momento que expire.

“¡Muera el día en que nací, la noche que se dijo: “Se ha concebido un varón”!.” Parece que Job no está pasando una de sus mejores rachas, no es el reflejo del optimismo ni el espejo de la alegría. No sé por qué pienso en los que piden la eutanasia tan cacareados ahora con los festivales de cine. Ciertamente no tienen la mejor calidad de vida. Si a cualquiera de nosotros nos dieran a elegir entre estar sanos o enfermos, entre poder movernos o estar atados a una cama o una silla de ruedas, entre estar cuerdo o loco todos elegiríamos la salud, la movilidad y la cordura. Sin embargo cualquier pobreza, enfermedad o limitación no puede impedir que tengamos la “calidad debida.”

“Cuando se iba cumpliendo el tiempo de ser llevado al cielo, Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén.” Fíjate qué contraposición: Job maldice el día en que nació pues había perdido sus cosas y las personas que amaba, Jesús se encamina hacia la cruz voluntariamente, a “perderlo” todo para salvarnos. Esa es la calidad debida a cada hombre: cada persona humana, sano o enfermo, listo o tonto, ágil o impedido, vale la sangre de Cristo entregada en la cruz. No podemos medir nuestra vida por “las cosas o la salud,” nuestra vida la medimos desde Cristo y por eso tiene un valor infinito.

Esa es la debida calidad de vida. Conozco casos de personas que por un pequeño revés de la fortuna, un desengaño amoroso o por un simple dolor de muelas, se han desesperado, son incapaces de seguir caminando en la vida y, en algunos casos, han decidido quitarse la vida o amargar a todos los que están a su alrededor. Sin embargo, otros han descubierto qué es lo realmente importante en la vida: desde situaciones que nos podrían parecer desesperantes son faros luminosos de paz, de alegría, de esperanza.

La desnudez de Cristo en la cruz nos enseña nuestra verdadera dignidad, la reverencia debida al hombre en cualquier situación. La dignidad de la vida del hombre reside en haber sido creado por Dios, hemos sido llamados a la vida por Él y hemos sido redimidos de nuestro pecado por la entrega total de Cristo. En sus heridas hemos sido sanados. Cuando la calidad de vida se mide por “situaciones externas” estamos arriesgándonos a creer que nuestra vida vale muy poquito en cualquier momento, ante cualquier revés que se nos presente. Cuando sabemos que la calidad de vida del hombre se debe a que somos Hijos de Dios y hemos sido “comprados a gran precio,” entonces nada ni nadie nos hará desesperarnos. Aun en la crudeza de la cruz encontraremos la grandeza del hombre y del amor de Dios.

María, madre amantísima de los enfermos y fortaleza de los que no tienen esperanza, ayúdanos a descubrir en todos los hombres la debida calidad de vida: que todos, absolutamente todos, y en cualquier circunstancia, valemos toda la sangre de Cristo.