Gálatas 2, 1-2. 7-14; Sal 116, 1. 2 ; san Lucas 11, 1-4

“Cuando Pedro llegó a Antioquia, tuve que encararme con él, porque era reprensible.” San Pablo debía tener un carácter muy fuerte y cuando se enfadaba debía temblar hasta el guardaespaldas de Al Capone, no dejaba títere con cabeza y esta vez le toca la china a San Pedro. Claro que San Pablo tenía motivos más que suficientes para enfadarse ante la simulación de Pedro y Bernabé, asustados al ser “juzgados” por los enviados de Santiago. San Pedro se había olvidado del “no tengáis miedo” y, como dirían los jugadores de mus, se “achantó” queriendo parecer quien no era.
Últimamente me encuentro con personas y grupos que se creen mejores y más santos que San Pablo y parece que lo único que han aprendido de las Sagradas Escrituras es a juzgar y “poner en solfa” a los demás, especialmente a la jerarquía eclesiástica. Si alguien me sostuviera que todos los obispos son santos perdidos, me reiría de él, o si se dijese que al obispo no se le puede corregir por “ser vos quien sois.” Los obispos tienen la gracia de estado para cumplir su misión y la plenitud del sacerdocio, pero también a veces se encuentran solos, se dejan llevar por la vanidad o el orgullo e incluso se equivocan en el juicio. No conozco muchos obispos, creo que no más de media docena, pero todos los errores y miedos que les puedo encontrar los descubro en mí multiplicados por siete. Cuando cualquier persona, tenga el cargo que tenga, se equivoca, es cristiano el corregirle y advertirle, pero siempre desde la caridad.
¿Cómo conseguir esa caridad con los que nos caen mal e incluso creemos que nos hacen daño?. Sólo hay una manera: la oración. “Señor, enséñanos a orar,” tendría que ser nuestra petición diaria y constante y, luego, que nuestra oración se haga vida.
“Perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos al que nos debe algo.” Cuando ponemos a la otra persona en nuestra oración frente al sagrario seguramente descubramos que no es para tanto la ofensa que nos ha hecho. El que no reza se sitúa desde la “atalaya” de su autosuficiencia y en vez de corregir se dedica a criticar, censurar, desde una falsa asepsia evangélica -como si fuese impecable-, se vuelve inmisericorde. Sin embargo, cuando hacemos oración nos ponemos frente a Cristo, crucificado por ti, por mí, por todos. Nos damos cuenta que el perdón no sólo es posible, si no que es fundamental. Nos encontramos miserables, pero amados y así comprendemos que todos los demás son también amables.
“No nos dejes caer en la tentación” de la soberbia, de la crítica fácil o del desprecio a los demás. San Pablo corrige “desde el don que he recibido” y siempre mirando a Santiago, Pedro y Juan “considerados como columnas.” Los sacerdotes, los obispos, las religiosas y religiosos, cualquier cristiano necesita de la corrección de los demás, pero una advertencia hecha desde la oración, desde la caridad y matizada por la humildad.
Santa María enseñaría oraciones a Jesús. Jesús enseñaría a rezar a María. Introdúcete tú en esa escuela de oración y hagamos vida el padre nuestro.