Gálatas 4, 22-24. 26-27. 31-5, 1; Sal 112, 1-2. 3-4. 5-7 ; san Lucas 11, 29-32

“Para vivir en libertad, Cristo nos ha liberado”. Cada vez que oímos hablar de ser libres podemos pensar que se trata de ese canario que, una vez abierta la portezuela de su jaula, emprende el vuelo de su liberación. Pero permitidme que os diga que ésa es una consideración bastante reducida de lo que significa la libertad. En la carta a los Gálatas, no se nos dice que la recompensa de ser libres sea tener la independencia necesaria para “volar” donde nos dé la gana, sino que el contrapunto es mantenernos firmes para no estar sometidos al yugo de la esclavitud… del pecado.

Lo que podría suponer una contradicción para el lenguaje de muchos, para nosotros, los cristianos no lo es: la liberación es, antes que nada, lo que nos impide “ser”, y no lo que hace referencia al “tener”. Miguel Hernández, poeta español, recitaba en un famoso poema: “Para la libertad, sangro, lucho y pervivo”. El sangrar del cristiano apela a la que derramó Cristo con su muerte. La lucha es la que, cada uno en su interior, entabla con sus propias limitaciones y defectos. Pervivir, no es otra cosa sino subsistir en la gracia de Dios que hemos recibido en el bautismo. Todas estas analogías, entresacadas de una poesía, se refieren a lo más íntimo del ser humano. Lo definitivo en el hombre no es aquello que el mundo pueda arrebatarnos (dinero, posesiones, salud o riquezas), sino la ausencia de Dios en el alma.

No se trata de una distinción sutil, que se reduce a correligionarios o adeptos, y que están “inscritos” en un determinado grupo social. La diferencia estriba en vivir para siempre en libertad, o quedar esclavizados en la nada. No existe término medio, ni alianzas con otros tipos de pareceres. Jesucristo no es una moda, ni siquiera un hombre admirable. Cristo es el Hijo de Dios, hecho hombre, que ha venido a obtenernos la auténtica libertad y, para ello, ha querido ser cosido en un madero, que es el único lenguaje que entiende un universo creado y después puesto en desorden por la acción del pecado (el tuyo y el mío, también). Dentro de ese universo también se encuentra el diablo (¡fantástica imagen la del final de la película de Mel Gibson, “La Pasión”, donde se dibuja la desesperación de Lucifer al descubrir cómo es liberado cada ser humano a causa de la muerte del Hijo de Dios!), y que aún maldice la forma en la que “quiso” ser libre: ¡Non serviam! Y en ese “no serviré”, quiere atraer otras voluntades…

¿Piensas que me he levantado esta mañana un tanto fatalista? Será mejor, entonces, escuchar al Señor en el evangelio de hoy: “Como Jonás fue un signo para los habitantes de Nínive, lo mismo será el Hijo del hombre para esta generación”. Y esto sí que no es una composición poética. Se trata de la revelación de la hora de Cristo (su muerte, para nuestra liberación), y que ya anunció la Sagrada Escritura durante siglos.

Para la libertad, Cristo ha sangrado, ha luchado y ha resucitado. Pregúntale a la Virgen acerca de la libertad. Ella, sin “tener” nada a los ojos del mundo, “es” todo a los ojos de Dios: la llena de gracia.