Crónicas 15, 3-4. 15-16; 16, 1-2; Sal 26, 1. 3. 4. 5; san Lucas 11, 27-28

Hace unos días, y con motivo de la enfermedad de un amigo sacerdote, comentaba con otro el carácter de provisionalidad de nuestras vidas. Las urgencias, los activismos, las necesidades inmediatas… todo parece formar parte de algo muy mecánico, y ajeno a la vez, de lo que deseamos verdaderamente: paz, sosiego, tranquilidad… y tiempo para rezar. Cuando nos “anclamos” en lo que consideramos lo importante, pero que no ha sido contrastado con el silencio de la oración, caemos fácilmente en la frustración, ya que siempre hay algo que no funciona tal y como esperábamos. Ese sacerdote enfermo es conocido por su múltiples compromisos (sociales y pastorales), y sobre él recaen grandes responsabilidades. Un contratiempo en la salud, por ejemplo, y que nos hace postrarnos en cama durante unos días o semanas, hace despejar, como por arte de magia, todo aquello que era tan importante y necesario en nuestros calendarios laborales. Pero la lección nunca se aprende, y retornaremos, aún con más agobio si cabe, al quehacer estresante del día a día, una vez se nos da el alta médico.

“Si un ejército acampa contra mí, mi corazón no tiembla; si me declaran la guerra, me siento tranquilo”. ¿Cómo podríamos conseguir que, a pesar de todo lo que nos inquieta y preocupa, mantenernos en la convicción de que es Dios quien guía nuestra vida, y así vivir en calma? Es la hora de pasar de las imágenes a lo real, de lo metafórico a lo esencial. Para ello, la única elección segura es seguir el ejemplo del salmista: “Él me protegerá en su tienda el día del peligro; me esconderá en lo escondido de su morada, me alzará sobre la roca”. Esa tienda y esa morada, para ti y para mí, no son otro lugar sino el costado llagado de Cristo. Qué distinto imaginarnos el dolor y el sufrimiento, cuando éstos son asumidos antes por el Hijo de Dios. No nos dolemos solos, ni nos agobiamos en una absurda soledad. Estar redimidos es identificarnos con los mismos sentimientos de Jesús… hasta aprender a descansar en Él.

La mujer que nos narra el Evangelio de hoy “suelta” un piropo al Señor. Lo hace con la mejor de las intenciones, porque ha reconocido al Mesías. Ese mismo reconocimiento se nos pide a nosotros, para que escuchemos la misma respuesta: “Dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen”. Quizás leamos todos los días la Sagrada Escritura, incluso vayamos a Misa algún día más que el domingo, y escuchemos la palabra de Dios también a través de un buen director espiritual. Pero, de ahí a cumplirla, a veces hay todo un abismo. Vuelvo a repetir: nos falta la serenidad suficiente para calibrar lo que es importante y necesario para nuestras vidas. Llegar al ejercicio de lo que Dios espera de nosotros, no se hace sólo a base de voluntad y tozudo empeño. Es necesario abandonarnos verdaderamente en Cristo. Por eso, esas llagas de Cristo dejan de ser unas meras imágenes piadosas, para convertirse en lo que nos transformará radicalmente. No hay otra verdad. ¿Para qué buscar fuera lo que lleva más de dos mil años gritando en nuestro interior? Cumplir la voluntad de Dios es dejar que Cristo actúe a través de nosotros, y aunque la soberbia nos dicte lo contrario, sólo en Él encontraremos el descanso y la paz.

El vientre que llevó a Cristo, y los pechos que lo criaron, no pertenecían a otra criatura sino a la Virgen. El alimento necesario que Dios encarnado necesitaba como hombre, nos fue devuelto, a través de María, con creces… Y en cada Eucaristía Dios proclama su eterno agradecimiento a su Madre, porque Cristo se nos da como verdadera comida, y verdadera bebida, para que jamás tengamos hambre y sed.