Éxodo 17, 8-13; Sal 120, 1-2. 3-4. 5-6. 7-8 ; Timoteo 3, 14-4,2; san Lucas 18, 1-8

“Permanece en lo que has aprendido y se te ha confiado”. Los ataques contra la familia, incluso en el orden más natural, resulta brutal en nuestros días. El otro día, después de celebrar la Santa Misa, se acercó un joven a la sacristía, que conocía ya de otras veces, y me estuvo contando acerca de su nueva experiencia como profesor de religión. Había realizado un sencillo “test” a sus alumnos para ver la manera de hacer más asequible las clases. Una de las sorpresas más desagradables fue comprobar que muchos niños (la mayoría), no iban a Misa. Pero lo extraordinario era que ellos sí que querían ir… el obstáculo lo ponían sus propios padres.

Cuando recuerdo la formación y educación que recibí dentro de mi familia, descubro que no existe otra forma que pueda sustituir el crecimiento (sobre todo interior) de una persona. Algunos se han aprendido muy bien la lección: “destruye la familia, y destruirás toda una sociedad”. No se trata de falsos alarmismos, ni de reventar ideologías progresistas. Sólo hay que fijarse en el modo en el que quiso nacer el Hijo de Dios, para darse cuenta de hasta qué punto resulta vital el entorno familiar para dar sentido a toda una vida. Vaciar de contenidos lo más fundamental del ser humano comienza con desnaturalizar el hábitat propio que le corresponde. Es algo más que corromper a la persona, se trata de una inspiración verdaderamente diabólica. Si la respuesta al aborto, por ejemplo, son los matrimonios entre homosexuales, que además puedan adoptar hijos, es que hemos alcanzado las mayores cotas de lo demencial.

“Ante Dios y ante Cristo Jesús, que ha de juzgar a vivos y muertos, te conjuro por su venida en majestad: proclama la palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, reprocha, exhorta, con toda paciencia y deseo de instruir”. Esto es lo que intentamos desde estos comentarios. Y aunque en ocasiones lo hagamos pobremente, estoy convencido de que es algo que Dios espera de nosotros. Ni fundamentalismos, ni radicalismos, ni “reaccionarismos”, ni historias que se le parezcan, son la pretensión de estas líneas. La verdad no es algo que pueda subastarse en un mercado. O se dice, o no se dice. Cristo Jesús, camino, verdad y vida, es el único testigo que ha de iluminar nuestros pasos.

Gracias a mis padres, estas verdades “como puños” han ido calando en mi alma, incluso antes de tener conciencia de las cosas. La paciencia, el tiempo, el cariño, la reprensión (a veces con firmeza), el rezar juntos… son algo más que una manera de educar. Se trata de la vocación que eligieron para dar gloria a Dios. Estoy convencido, desde mi experiencia personal, que mis padres morirán “con las botas puestas”. Sus ojos y su corazón están puestos en sus hijos, no como una debilidad humana y caprichosa, sino como un auténtico deber del que se han comprometido ante Dios. Su alegría y su dedicación, día tras día, así nos lo han demostrado, y esta vida es poca para semejante agradecimiento.

“En aquel tiempo, Jesús, para explicar a sus discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse…”. ¡Qué gran tesoro el de la perseverancia! Os animo a vosotros, padres, a que no desfallezcáis. Vuestros hijos, pensadlo seriamente, son la prolongación del amor de Dios en vuestras vidas. La “salud” de este mundo depende, en gran medida, del amor que deis a vuestros hijos. Y eso se traduce, una vez más, en sacrificio, renuncia personal… y mucha perseverancia.

El amor de la Madre de Dios hacia su Hijo fue germen de la naturalidad con la que se vivió lo más sobrenatural de esa Sagrada Familia de Nazaret. Acude a ella en todo momento, y verás qué hermoso resulta perseverar en tu vocación de padre o madre…. ¡Qué gran libro de la vida escribirán tus hijos en el Cielo!